Por: Fernando Rodríguez/TalCualDigital
El mismo día en que Caracas amenazaba un caracazo, en que llovían balas por doquier, madres lloraban, los presos mostraban una capacidad de fuego envidiable, 1.500 efectivos militares y policiales daban la segunda heroica batalla contra los pranes, la ciudad era un caos, perseguían periodistas, los herederos pescueceaban... en medio de esa barahúnda, decimos, los colegas de Aponte y Velásquez Alvaray en el Tribunal Supremo le clavaban una cuchillada trapera a la Universidad Central de Venezuela.
Lo cual es paradójico si se piensa que ese incesante y ensordecedor ruido de nuestro "sistema" penitenciario en buena parte se debe a la ineficacia y corrupción de nuestro sistema judicial, del cual son tutores y ejemplo los ilustres magistrados del supremo tribunal, sobre todo por eso que llaman el retardo procesal y otras perversiones judiciales.
En tiempos además en que la sapeada de Aponte, coreada por el no menos magistrado Velásquez Alvaray, nos ratificaba el lamentable y letal virus que corroe de arriba a abajo la separación de poderes, la virtud de juecesotes y juecesitos revolucionarios.
Y mire usted, en el mejor espíritu apontiano, salen a multar a todo el Consejo Universitario ucevista por haber llamado a elecciones sin el nuevo reglamento electoral que le habían ordenado elaborar. Cuando uno pensaba que estaban más bien de bajo perfil, avergonzados y timoratos.
Hasta la presidenta había relatado el día anterior el dolor de patria y de corazón que sentía cuando algún juez, solitaria oveja descarriada, se apartaba del buen camino. Y con el caudillo enfermo en la clandestinidad, silencioso, ¡silencioso! Esto, lo recordamos, tiene un origen particularmente negro. Como se sabe la nueva Ley de Universidades en la cual se inspira fue rechazada, después de aprobada por la Asamblea, por el propio Esteban que se arrepintió de su obra por cálculos políticos, humillando de paso a las sumisas focas asambleístas. Pero como lo que interesaba era extender el voto a cuanto bicho viviente tuviese algo que ver con la vida universitaria, a ver si revertían o atenuaban las sistemáticas palizas electorales que el claustro infligía a la majestad caudillesca, el TSJ inventó la aberración jurídica de que el artículo correspondiente de la ley vetada seguía vivo y había que aplicarlo.
Esto no sólo está contra la Ley de Universidades vigente y la Constitución misma, sino que es una degradación populachera, de la más baja estofa, de lo que debe ser la comunidad académica, que es por esencia una meritocracia y no una democracia populista, como la fuerza armada, para que lo sepan. Pero lo más perverso es que se ordenaba que fuesen los propios universitarios los que ejecutaran el delito y el atropello contra el espíritu de la universidad, sicarios de sí mismos, de sus más altos valores. Algo de profundamente sádico había en esa maniobra que hoy culmina en un plazo perentorio para que cometan el acto abominable.
Esto pone a la universidad en un dilema extremo. O quedarse fuera de toda legislación y a merced de los enemigos de la cultura y la autonomía o negarse a llenarse de caca las manos y el alma. Hay que escoger entonces.
No vemos otra salida que, si la universidad va a ser atropellada, lo sea desde afuera, por la barbarie imperante, lo cual no va a ser muy simple políticamente ni pagante el 8-O, y no por sus propios custodios y los que han jurado defender su dignidad, que sería su muerte moral. Eso haría el doctor Vargas, el hombre justo.
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