lunes, 21 de marzo de 2011

Cementerio para almas de cuatro patas

FL/Cortesía de www.kienyke.com           
  Como suele ocurrir, en algún momento la condición humana termina por ignorar qué ocurre con los animales. Tal vez por eso pocos sepan que a cuarenta minutos de Cali existe un cementerio para almas de cuatro patas; un terreno rodeado de pastos verdes y pinos gigantes donde hombres y mujeres abatidos por la pérdida de sus mascotas tienen la posibilidad de enterrarlas con los mismos cuidados que le profesarían a cualquier otro miembro de su familia: una tumba escogida, una lápida con el nombre tallado, flores en el sepulcro. El cementerio funciona hace doce años y en todo este tiempo se han realizado allí doscientos entierros para perros, gatos, ratones. Sí, también ratones: allí son comunes gestos de humanidad como esos, incomprendidos del otro lado de la cerca.
Afuera, algunas de las personas que transitan por una carretera que desemboca en fincas y veraneaderos, creen que todo aquello es cosa de locos. Nada raro: en este país donde todavía hay gente que piensa que los animales son desechables, que cuando enferman pueden ser arrojados en bolsas de basura o ser ultimados con palazos en la cabeza, esa incomprensión termina en algo natural.

Un último ejemplo de ese desvarío fue el que hace dos semanas apareció en un video reproducido por diarios y noticieros. La escena es del 2009 y allí se ve cómo un patrullero de la policía y cuatro auxiliares ríen mientras amarran, entierran y asesinan a golpes a una perra que, alguien les dijo, tenía rabia. Todo ocurrió en Puerto Tejada, una villa cañera 25 kilómetros al sur de Cali donde ahora nadie recuerda a quién perteneció, dónde mantenía o cómo se llamaba el animal sacrificado.

 Las tumbas están diseminadas en un terreno de trescientos metros cuadrados sembrado de pinos.

No importa que el mismo director de la Policía Nacional haya prometido la destitución del suboficial que recorrió las calles del pueblo; no importa la movilización de las redes sociales; no importan las notas de prensa en tono de repudio, nada; en Puerto Tejada no dan razón del perro ni de las barbaridades que le hicieron. Como suele ocurrir, en algunos casos la condición humana también termina por menospreciar lo que pasa con sus mascotas cuando ya no parecen tiernas, cuando contraen pestes, cuando sus pelajes ya no pueden ser aromatizados con fragancias para bebés. O cuando mueren.

El cementerio de animales queda en una finca del corregimiento Borrero Ayerbe, en Dagua. Un predio con el camino de entrada adoquinado, árboles frutales regados en cientos de hectáreas y una casa que en otro tiempo fue una mansión. Todo eso, que ahora es administrado por de la Dirección Nacional de Estupefacientes, antes perteneció a un extinto narcotraficante que sólo alcanzó a pasar una noche allí.

Los vecinos cuentan que cuando el capo cayó apresado, la casa, una construcción de dos pisos, paredes rosa y techo a dos aguas, fue saqueada por buscadores de tesoros que al buscar supuestas caletas levantaron mosaicos, puertas, baños, clósets. Lo único que no pudieron llevarse fue una chimenea y los vidrios blindados del cuarto principal, hoy convertido en una suite para murciélagos.

Hace poco más de un año volvió a suceder: alentados por una telenovela sobre narcotraficantes que por ese entonces se transmitía en un canal nacional, tipos de ambiciones bestiales llegaron hasta allí. Creyeron que podían hallar entierros distintos a los de los gatos y perros sepultados por sus dueños, diez hombres entraron, amarraron al mayordomo y perforaron el fondo de una piscina.

Mientras cavaban, lo único diferente que encontraron en la finca fue que ahí, entre sus colinas y explanadas verdes, amarillas, rojas, corría libre una manada de caballos. Veinte o treinta potros retirados de una vida de maltratos: algunos pertenecieron a carretilleros que abusaban de sus lomos, otros a mafiosos que los montaban mientras al fondo hacían sonar disparos y rancheras. Qué locura.

Caballos que fueron sometidos a varios tipos de tortura han encontrado reposo en la finca.

Entre la manada hay yeguas que fueron violadas por jinetes enfermos que perdían las riendas al cabalgar sobre ellas; ejemplares que desvanecieron sobre el asfalto luego de soportar días enteros de latigazos; caballos que eran animados a correr más rápido con chuzones de lanzas en los testículos. Los gestos de hombría de sus antiguos propietarios se repiten entre las crines maltrechas y los hocicos descolgados de los que al fin ya nadie abusa.

Contrario a la lógica, hasta los peores casos se han conjurado con el tiempo. Y ahora los caballos pastan a sus anchas, corren cuando les da la gana, pescan guayabas en las ramas de los árboles, engordan como felices pensionados.

El cementerio de los animales es, también, un asilo de reposo para que esos animales rescatados pasen sus últimos días en paz olvidándose de aquellas jornadas demenciales a las que fueron sometidos. La finca donde sucede todo eso tuvo un nombre que ahora, en este presente de ejemplares mansos y dóciles, parece una contradicción desbocada: Caballo Loco.

Bijou, la gran Bijou

El terreno donde están las tumbas queda en un alto. Son trescientos metros cuadrados sembrados de pinos que le dan sombra a lápidas blancas, grises, cafés, talladas en mármol y piedra. En todas, el nombre de los animales está acompañado de los apellidos de sus dolientes: Sacha Delgado Hoyos, Tomás Alejandro Gómez Hernández, Lukas Ramírez Perlaza. ¿En aquello que llaman cielo, mascotas y amos podrán encontrarse un día para correr juntos otra vez?

Edinson González, un campesino de San Pedro, Valle, es el sepulturero. El hombre, un tipo de bigote canoso, sombrero y 47 años, dice que cada uno de los entierros es un acto tan humano que muchas veces él mismo ha estado al borde del llanto conmovido por el dolor de la gente y las historias contadas mientras se lleva a cabo el servicio; lágrimas contenidas al tiempo que escuchaba relatos sobre perros guardianes capaces de enfrentarse a jaurías completas para defender al niño de la casa; testimonios de gatos milagrosos que podían recordar el horario de los medicamentos tomados por un dueño enfermo. “La gente recuerda y llora. Es como el entierro de una persona: de un tío, un primo, un hermano. La gente viene a enterrar una parte de su familia”.

Entre las lápidas, algunas en forma de hueso, algunas que emulan corazones robustos, unas adornadas con huellas caninas, todas limpias de polvo y olvido, alcanzan a leerse mensajes póstumos: “Linda, gracias por todo el amor. Sigue tu sueño de queso mozarella. Y no te preocupes, te guardaremos tu bocadillo”; “Gracias Lalita por haber sido la alegría de nuestros corazones. Cuando te fuiste al cielo, parte de nosotros se fue contigo”; “Lukitaz, cada vez que pensemos en tí sabremos que estás en un rinconcito de nuestros corazones. Hasta que nos encontremos en el puente del arco iris”.

Pero, quizás, el mensaje más especial se encuentre tallado sobre la lápida de Bijou Patiño Tascón, una rata que al ser salvada de servir como alimento para unas águilas en cautiverio se convirtió en la mejor amiga de una mujer, Lady Patiño Tascón: “Adorada hija, adorada amiga, qué manera de jugar, qué manera de estar siempre pendiente de mis movimientos, convirtiendo mi cama en una pista de carreras. Se volvió como yo, su mejor amiga, una tomadora de tinto empedernida. Suspiraba por los espaguetis, la enloquecían las chocolatinas. Su dieta diaria eran las semillas de girasol, las alverjas crudas. Amé con locura a mi adorada Bijou. Y ella me amó con locura. Qué pesar lo que se pierde la gente al no querer estos animalitos. Me queda el consuelo de que nos disfrutamos por cuatro años en contra de todas las estadísticas. Volveremos a vernos mi amada Bijou. Qué soledad tan grande…”

La carta al roedor, como todo lo que pasa en el cementerio de los animales, antes que una locura resulta más bien una lección de amor en contra de cualquier pronóstico. Una clase de humanidades. Un desafío a los convencionalismos de las relaciones humanas.

Susana Victoria, una secretaria de la Univalle que tiene allí enterrados a dos perros fallecidos en los últimos años, cuenta que tuvo la oportunidad de pedir que las tumbas quedaran juntas y que los $150.000 que canceló por cada servicio le parecieron, en vez de un pago, un último homenaje a los animales, como una caricia final de despedida: el dinero de los entierros es utilizado para alimentar y cuidar a otros rescatados de la muerte.

Quién está detrás de todo ese esfuerzo es Liliana Ossa, una filósofa que hace años, guiada por un instinto animal, no humano, animal, decidió emprender una lucha para defender, salvar, aliviar, proteger a esos seres que, pocos entienden, también tienen derechos; que no son desechables. A través de la fundación que dirige, Paz Animal, logró que en 1999 la finca donde funciona el cementerio le fuera adjudicada por el Gobierno Nacional para poder ofrecerles un último gesto de dignidad.

Las inscripciones en las tumbas de los perros

A un kilómetro, a un costado de la mansión en ruinas, hay un albergue acondicionado por Liliana para 300 perros y gatos rescatados. Muchos de ellos han sido dejados en la puerta de su fundación luego de haber sido atropellados por carros y motos; otros han llegado víctimas de violaciones, puñaladas, quemones en las patas, tijeretazos en colas y ojos. Otros han sido abandonados en bolsas de basura, como simples desperdicios, con cordeles atados al cuello a la espera de que se ahoguen. Unos más han ido a parar ahí repudiados por un mal olor, por la falta de dientes, por un tumor. Unos y otros, deshauciados en un principio, han ido curándose, aliviándose, rehabilitándose.

Quién podría creerlo: en la finca de un extinto narcotraficante bautizada en honor a una condición humana heredada a un potro sin estribos, ahora hay animales que se recuperan en la cordura del amor. Quién quita: si existe, la entrada al paraíso de los perros, gatos, ratones, puede quedar ahí, en el cementerio de los animales, a cuarenta minutos de Cali.

Por Jorge Enrique Rojas
www.kienyke.com
 

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