Lástima que está un poco lejos y nuestra vida es breve, como se sabe. Porque la verdad que el bicentenario fue más bien soso y vacío.
Claro que tuvo un handicap muy grande que marcó su tono: la enfermedad del Presidente. Y no sólo fue su ausencia en vivo en los magnos escenarios, al fin y al cabo la televisión ayuda, sino el clima de suspenso y angustia que existía entre sus seguidores y, de alguna u otra manera, en sus adversarios.
Pero, sobre todo, reorientó la atención hacia el enfermo y la desvió de nuestra fecha natal y sus próceres.
Tonalidad, si a ver vamos, que no es nueva en estos eventos en la era revolucionaria, pero aquí se llegó al llegadero, cosa más bien inoportuna en fecha tan redonda y puntual, con dos ceros.
Y no es que cupiese esperar en un país con un machetazo en el medio una convocatoria realmente nacional, al fin y al cabo todos somos lugareños, pero se les pasó la mano: las concentraciones cívicas se convirtieron en vulgares mítines pesuvecos, más bien ralos y repetitivos ad nauseam , que poco aportaron a la gloria de nuestros ancestros.
A ese sectarismo se sumó un militarismo desaforado, inigualable. El Presidente rodeado del alto mando militar para demostrar que él era el Presidente rodeado del alto mando militar. El desfile consuetudinario, cosa que siempre nos ha parecido aquí y más allá, un desatino: celebrar la libertad con tanques y cañones que sirven para acabar con la vida. Pero bueno, ya es cosa generalizada y, al parecer, inevitable.
Lo que sí parece propio de nuestra identidad castrense es el grado sumo de cursilería fastuosa del discurso que ha acompañado siempre el paso de los diversos componentes armados, pero esta vez sazonado de una sobredosis de culto a la personalidad de nuestros procerato actual que lo hacía más atroz que nunca. Para no hablar de cuadros vivos dignos de la ironía del Acto Cultural de Cabrujas o de los peores cuadros de Centeno Vallenilla y otros perezjimenistas. El Parlamento, siempre tan bullanguero, no dijo esta boca es mía, seguramente para no opacar el militarismo reinante con sus rémoras civilistas. Sí, ya sé que Dudamel tocó el "Alma llanera" y que pusieron un Guaicaipuro brincando en la Plaza Venezuela y a María Corina, que encarnó la civilidad en Los Próceres, le dieron un tortazo poco caballeroso. Algo es algo.
Quizás donde sí hubo alegría consensual fue entre los escépticos que, presintiendo el tedio y la polillas, prefirieron usar los generosos días de asueto para celebrar la patria en sus playas y montañas, a tal punto que Margarita logró cifras olímpicas en sus hoteles.
Volvemos a la cotidianeidad ramplona: Rodeo, apagones, escasez y precios dando brincos, morgue los fines de semana... Nos bajamos del altar de la patria, más bien tristones.
Claro que tuvo un handicap muy grande que marcó su tono: la enfermedad del Presidente. Y no sólo fue su ausencia en vivo en los magnos escenarios, al fin y al cabo la televisión ayuda, sino el clima de suspenso y angustia que existía entre sus seguidores y, de alguna u otra manera, en sus adversarios.
Pero, sobre todo, reorientó la atención hacia el enfermo y la desvió de nuestra fecha natal y sus próceres.
Tonalidad, si a ver vamos, que no es nueva en estos eventos en la era revolucionaria, pero aquí se llegó al llegadero, cosa más bien inoportuna en fecha tan redonda y puntual, con dos ceros.
Y no es que cupiese esperar en un país con un machetazo en el medio una convocatoria realmente nacional, al fin y al cabo todos somos lugareños, pero se les pasó la mano: las concentraciones cívicas se convirtieron en vulgares mítines pesuvecos, más bien ralos y repetitivos ad nauseam , que poco aportaron a la gloria de nuestros ancestros.
A ese sectarismo se sumó un militarismo desaforado, inigualable. El Presidente rodeado del alto mando militar para demostrar que él era el Presidente rodeado del alto mando militar. El desfile consuetudinario, cosa que siempre nos ha parecido aquí y más allá, un desatino: celebrar la libertad con tanques y cañones que sirven para acabar con la vida. Pero bueno, ya es cosa generalizada y, al parecer, inevitable.
Lo que sí parece propio de nuestra identidad castrense es el grado sumo de cursilería fastuosa del discurso que ha acompañado siempre el paso de los diversos componentes armados, pero esta vez sazonado de una sobredosis de culto a la personalidad de nuestros procerato actual que lo hacía más atroz que nunca. Para no hablar de cuadros vivos dignos de la ironía del Acto Cultural de Cabrujas o de los peores cuadros de Centeno Vallenilla y otros perezjimenistas. El Parlamento, siempre tan bullanguero, no dijo esta boca es mía, seguramente para no opacar el militarismo reinante con sus rémoras civilistas. Sí, ya sé que Dudamel tocó el "Alma llanera" y que pusieron un Guaicaipuro brincando en la Plaza Venezuela y a María Corina, que encarnó la civilidad en Los Próceres, le dieron un tortazo poco caballeroso. Algo es algo.
Quizás donde sí hubo alegría consensual fue entre los escépticos que, presintiendo el tedio y la polillas, prefirieron usar los generosos días de asueto para celebrar la patria en sus playas y montañas, a tal punto que Margarita logró cifras olímpicas en sus hoteles.
Volvemos a la cotidianeidad ramplona: Rodeo, apagones, escasez y precios dando brincos, morgue los fines de semana... Nos bajamos del altar de la patria, más bien tristones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario