He aquí una escena del socialismo del siglo XXI: un joven universitario entra en una librería. Busca un libro fundamental para su estudio. No lo encuentra. Recorre varias librerías. La respuesta es la misma. El joven persiste e investiga los datos del distribuidor. Logra hablar con la casa importadora.
Finalmente consigue que le informen: hace cinco años que no llegan ejemplares del libro que necesita. Está agotado. ¿Otros textos del autor? Tampoco. Busca entonces en la biblioteca de su universidad. No está en el catálogo, porque no ha habido recursos para adquirirlos. Va entonces a la biblioteca del Estado. Es su último recurso. Tampoco lo tienen. Nuestro persistente estudiante universitario hace entonces uso de las redes sociales para intentar localizar el libro necesario. Por fin, consigue a alguien dispuesto a vender su ejemplar. Usado, el libro tiene un costo que supera el monto mensual de la beca que recibe el estudiante por parte del gobierno.
La escena hasta aquí narrada es real. Con sus variantes se repite a diario, no desde hace meses sino desde hace años en Venezuela. Sus víctimas no son solo estudiantes: también maestros, profesores universitarios, investigadores o simples ciudadanos lectores. Pero a diferencia del desabastecimiento de los alimentos, la falta de los libros se ha vuelto crónica y cada vez más alarmante. Libros fundamentales para los distintos conocimientos ni se producen en nuestro país ni se traen de otros países. La cuestión no se limita al inmediato asunto del costo de los libros, sino también a la más compleja cuestión de lo que se lee y lo que no se lee en Venezuela.
Es doloroso decirlo: se está produciendo un acelerado empobrecimiento del acceso al conocimiento, pero también del conocimiento que circula entre nosotros. La precariedad en crecimiento no afecta únicamente al ciudadano curioso, al estudiante o al profesor: incluye también las bibliotecas, los centros de investigación, los especialistas.
Ahora mismo, solo en el espacio de la lengua española, se publican libros que debaten nuevos métodos pedagógicos; que dan cuenta de los avances enormes que se han producido los últimos veinte años en el conocimiento sobre cómo funciona el cerebro humano; que formulan hipótesis sobre el cambio profundo que las redes sociales generan en la comunicación; que levantan alertas documentadas con rigor, por ejemplo, sobre las amenazas que penden sobre el planeta como consecuencia de la crisis ambiental.
Estos y muchos otros temas nos conciernen en lo social, lo personal y lo profesional. Lo cierto es que ahora mismo no hay en Venezuela políticas públicas dirigidas al libro y al conocimiento, que no sea la de imponer restricciones y la de estimular el batiburrillo del llamado socialismo del siglo XXI. El costo, como el lector puede darse cuenta, es obvio: una sociedad que transcurre cada vez más desactualizada. Que vive, piensa y planifica con instrumentos cada vez más obsoletos. En cierto modo, condenada a que su sistema educativo no sea más que repetir y repetir un conjunto de fórmulas en uso desde hace décadas, mientras en el planeta el conocimiento, la escuela y la circulación de las ideas avanza por innovadores caminos que, de forma inevitable, cambiarán el estado de la civilización.
Cort. El Nacional
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