Fernando Rodríguez/TalCual
El rey Juan Carlos será recordado por su brillante e inesperada actuación en el renacimiento de la democracia en España, antes que todo, y su prudente renuncia cuando su imagen se estropeaba visiblemente. Nosotros, buena parte de los venezolanos, lo evocaremos también diciéndole a Chávez ante medio mundo aquella frase lapidaria: “¿Por qué no te callas?”.
Pero el asunto solo interesa aquí para señalar que cualquier tema del chavismo que pretendamos tratar implica atravesar la más espesa selva de palabras: mentiras, medias verdades, hipérboles, autoelogios, citas patrioteras, bolivarianazos a granel, letanías populistas, cursilerías, invocaciones religiosas, anécdotas insulsas, cifras trucadas, interminables cadenas y siga usted. En el caso de la educación la espesa verborrea comprende, por ejemplo, eliminación del analfabetismo, matrícula plena, generación estudiantil de oro, “milagro educativo”, número de universitarios superiores a los de Estados Unidos, Alemania o Japón, etc. Detrás encontrará la más desoladora realidad, como suele suceder en casi todos los ámbitos del país actual.
En un foro reciente, realizado por el diario El Nacional, el rector Scharifker (Unimet) ha dicho que solo un tercio de los egresados del bachillerato están capacitados para seguir estudios universitarios, otro tercio presenta graves taras en lenguaje y matemáticas y el último tercio está inhabilitado definitivamente para seguir estudios superiores. Y concluye: “En otras palabras perdieron su tiempo en la educación básica y media”. ¿Dramático, no? Y, en el mismo evento, Roberto Rodríguez (UPEL) señala una de las causas de esta bancarrota, la imposibilidad de suplir el déficit de profesores, sobre todo en materias científicas básicas, por la escasísima producción de profesores en los centros universitarios.
Falta la mitad de estos, ha dicho el experto Mariano Herrera. Casi 20.000 en esas materias capitales. Sin contar que más de ciento cincuenta mil de los docentes activos lo son por nombramientos interinos, sin concursos, la mayoría de las veces nombrados por razones partidarias. No es difícil saber la razón básica de esto: la degradación, material y espiritual, del noble oficio docente. Y como consecuencia de ello en gran cantidad de liceos públicos esas asignaturas no se dictan.
Basten esos números para hablar de tragedia educativa. Solo enunciamos otros elementos de esta: la alta deserción (más de un millón de jóvenes sin estudio ni trabajo), la insuficiencia y el deterioro de la infraestructura, la disminución de la matrícula en la educación básica, los intentos de manipulación ideológica barata del hecho educativo por naturaleza libre y plural.
Muchas veces nos hemos referido a lo que sucede en las universidades, sobre todo las más consistentes, las autónomas: falta de presupuesto, miles de renuncias de profesores, migración al exterior de muchos de estos (capítulo de la dolorosa y masiva diáspora de nuestros más entrenados cerebros), trabas legales para la mera renovación de las autoridades, deterioro sustancial de la investigación, posgrados vacíos, inseguridad y violencia política impune.
Hay casi unanimidad en decir que en la etapa en que entramos en América Latina, que ya no es la de la década dorada de los precios jugosos de las materias primas, y se necesita un desarrollo diversificado y competitivo globalmente, la educación de calidad, también competitiva, es un elemento imprescindible para navegar con ventura en un mundo del conocimiento. En ese escenario, como en casi todos, estamos en los peores lugares posibles. Ese sí es el verdadero “milagro” en un país con petróleo a precios muy elevados y sostenidos como nunca vimos, el despeñadero de la mala educación.
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