Mi comentario de la semana
A propósito del caso Valero. Siempre he sido amante del boxeo, muy a pesar de que a través del tiempo he recibido decepciones; recuerdo cuando Monzón se vio comprometido en la muerte de su esposa; o cuando Holmes golpeó sin necesidad a Alí obligándolo al retiro con el mal de Parkinson como boleto comprado a cuestas. Desaliento sentí después de leer sobre la vida de Emile Griffith y enterarme de que en el ensogado golpeó mortalmente a Benny Paret, en venganza porque en la ceremonia del pesaje el cubano lo había tildado de “maricón”. El boxeo me siguió deparando amarguras, más cuando supe que 80% de las peleas eran arregladas de acuerdo a los negociados de los tahúres y la mafia. Recuerdo el calvario del Novillo Paiva y su peregrinar por los manicomios venezolanos alucinado por la droga y los aplausos de la plebe. Y qué decir de Rondón, de la gloria a la miseria, mofa de los medios que le echaban en cara su porte de maniquí elegante y su condición de analfabeta. Ahora, años después de tanta desesperanza, apareció Edwin Valero, El Inca, un merideño de rostro aindiado y mirada perdida, con la sonrisa ingenua del hombre que emerge de las catacumbas del pueblo buscando adentrarse en la jungla citadina donde está seguro de encontrar la aprobación de las multitudes. La historia vuelve a repetirse. El Inca campeón mundial del deporte de las orejas de coliflores. Todos querían retratarse con él. Desde la ministra del Deporte mostrándolo como trofeo de la planificación revolucionaria, hasta el menos encopetado de los nuevos ricos emergidos durante la última década. Confieso que la incredulidad se apoderó de mí cuando supe que El Inca había sido detenido tras golpear a su mujer. La conseja popular lo absolvía: “Esa es la oligarquía criolla buscando desprestigiarlo porque lo sabe identificado con el proceso revolucionario”. O cuando las autoridades gringas le retiraron la licencia boxística por no atender a un tratamiento de desintoxicación que le asignaron una vez que fue detenido conduciendo bajo los efectos del alcohol y la droga: “Ese es el imperio golpeando por mampuesto”. Mi afición por el boxeo me llevaba a darle cierto crédito a esas versiones. Después, cuando reincidió, comprendí que El Inca necesitaba ayuda médica. Que era verdad que golpeaba a su mujer, que se sentía émulo del poder y que un tatuaje en su pecho era la patente de corso que lo hizo vivir en su mundo de terror como un todopoderoso. Preso El Inca como nunca antes hizo efecto el síndrome de la adulancia. Llovieron las ofertas; las miradas se dirigieron hacia Cuba como si se tratase de La Meca de la medicina psiquiátrica. En el caso Valero sí tuvieron valía todos los atenuantes y sin ton ni son la administración de justicia no encontró elementos acusatorios porque, aun cuando había todo un rosario de costillas rotas, la víctima no quiso denunciarlo. Lo demás es historia reciente cuando en un calabozo de una comisaría, El Inca dejó de ser el primer testigo singular en lo que debería ser un proceso a la adulancia. El Inca mató a su mujer porque actuó la permisividad. El Inca se quitó la vida porque se le allanó la vía para que lo hiciera. Que Dios lo perdone no es imposible, más cuando el primer paso a la misericordia lo dieron la madre y la hermana de la muchacha asesinada con ese gesto samaritano de asistir a sus exequias. ¿Quién mató a El Inca?, porque El Inca en vida era un zombi. Estaba muerto desde siempre, sólo que el neón y los aplausos ocultaron el crimen. A riesgo de ser malinterpretado pido que no me vengan con el cuento de Fuenteovejuna. Ya dirán por allí que lo mató Chávez, allá quién lo crea. A El Inca Valero lo mataron quienes hacen de la adulancia el camino expedito para alcanzar los favores y las prebendas que sólo sabe dar el poder cuando se siente halagado. Investiguen a la adulancia y sus efectos perversos en la administración de justicia.
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