Por: Fernando Rodríguez/TalCualDigital
En general, como solía decir el presidente Chávez, las cumbres hemisféricas no suelen servir para casi nada, en su caso un tanto cínicamente porque a él le permitían viajar en primerísima, montar su show personal y transnacionalizar su narcisismo hasta el límite de hacerse mandar a callar. Pero, en el mejor de los casos, como ha dicho Pepe Mujica a propósito de la Celac, sirven para subir unos escaloncitos. Y bajar algún otro, agregaríamos nosotros.
La verdad es que nuestra cumbre caraqueña tuvo un carácter muy peculiar. Primero, una especie de secretismo que hizo que horas antes de su inicio nadie, ni los más entrenados analistas, supieran muy bien por donde venían los ríos de la historia, ni su caudal, ni sus desembocaduras.
La probable causa es que tampoco sus actores lo sabían. Para empezar, para qué un organismo más en el abigarrado mundo de instituciones regionales similares. Lo único claro, con respecto a la también neonata Unasur por ejemplo, era la integración del resto de América latina y el Caribe que no habla español, este último tan cerca y tan lejos del diálogo continental. Pero esta ignorancia no venía de una silenciosa confusión sino que se podía suponer que convidados tan heterogéneos como Piñera u Ortega, para citar dos extremos, tenían intenciones bastante diferentes sobre el asunto, diversidad multiplicable por los treinta y tantos mandatarios. A pesar de todo, nosotros diríamos que había una clara línea de demarcación: el significado de eso de "sin Estados Unidos y Canadá" y concomitantemente la coexistencia de la Celac con su hermana mayor la OEA, hasta ahora tribuna máxima para dirimir los dilemas del vecindario.
Sin duda, los muchachos del ALBA llegaron a soñar en algún momento, y a decirlo a plena voz, que sin el Imperio quería decir contra el Imperio. Y, consecuencialmente, su aparato represor, la OEA, iba a desaparecer. Llegar a pensar que otros países que mantienen o buscan tratados de libre comercio con los gringos iban a coincidir con esos fines no se podía sostener por mucho tiempo, pero ya se sabe de la tenacidad del grupete. De todos modos, de las primeras declaraciones a las postreras hubo una degradación de intensidad notable y se terminó diciendo que algún día, en el brumoso futuro, la voz de nuestra América le amarraría las cabras a los norteños y acabaría con la vetusta y averiada Organización de Estados Americanos.
Incluso los cubanos fueron los más prudentes y dijeron que no se iba contra nadie y se pretendía una cooperación meramente económica. No obstante, alguno de los muchachos tenía que mantener el tono ideológico, y en este caso fue el melodramático Correa quien pidió que saliéramos de esos organismos perversos de la OEA obsesionados por los derechos humanos y que últimamente la han cogido con él por andar persiguiendo periodistas desestabilizadores e irreverentes con su majestad.
Ganó pues el justo medio, ni frío ni calor. Es por nosotros, no contra ellos. La OEA seguirá siendo el máximo tribunal. Somos una unidad de diversos, por lo tanto que cada cual se guarde sus perfiles ideológicos y hagamos negocios que los aires de la economía planetaria no están como para inventar. Nada de sede ni funcionarios. Decisiones por consenso, luego sensatas. En el 12 nos vemos en la ultraderechista Chile (presidencia pro tempore) y en el 13 en la ultrarevolucionaria Cuba, hay para todos y se hace camino al andar. Vivan los libertadores, grandes tipos. Hasta somos ¿por qué diablos? el continente del futuro. Treinta pares de manos en la sopa enrarecen cualquier caldo.
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