Por: Fernando Rodríguez/TalCual
El otro día oíamos a un contertulio de la redacción decir que el chavismo es una enfermedad incurable, perfectamente inoculada y por ende que no creía en nada de eso que llaman diálogo por más que Maduro le haya pelado el diente a Lorencito, a Kerry y a Francisco o que se comunique a cada rato con los santos cielos con su Twitter teológico, a ver si la crisis no se lo lleva en los cachos a punta de precios dando saltos mortales y colas abrumadoras para conseguir el pan nuestro de cada día, entre otras muchas calamidades insoportables.
No, decía el radical, demasiada incultura en la dirigencia, falta de mínima moral democrática, rapacidad con el tesoro público e impunidad, vulgaridad, cursilería y disparates retóricos… Eso no se quita.
Como quiera que estamos seguros, lo dicen las encuestas desde hace mucho, de que los venezolanos quieren paz y sosiego, que quince años de insultos y atropellos son bastante, pudiese uno apostar si no a la paz estable y la transparencia institucional, mucho pedir, al menos a no tantos sobresaltos semanales, lo que podría hacer un poco más benevolente nuestra estancia en esta tierra tan poco agraciada hoy.
Pero también creemos que el amigo tiene sus razones.
Uno no puede sino asombrarse de que la Asamblea Nacional, pudiendo dialogar realmente, aceptando el deber constitucional de renovar los poderes públicos vencidos.
Para que haya nuevo contralor que no sea ciego y mudo.
Que los magistrados impuestos pudiesen ser más presentables que los actuales. O que un CNE cuestionado pudiese ser más equitativo, más cónsono además con los últimos numeritos electorales. No, se quedan los nuestros, per secula seculorum.
Que el ministro de Interior que no sólo es chavista de cuartel sino también policía, tormentosa mezcla para un funcionario que debería tener una inteligente mano zurda y que en cambio se la pasa inventando novelones truculentos y falaces sobre conspiraciones y magnicidios. El último de los cuales fue acusar a los estudiantes que protestan por la masacre de sus universidades de los destrozos recientes del edificio rectoral de la UCV, patrimonio de la humanidad, a sabiendas de que éstos tienen nombre y apellido y mecenas gobierneros y que éste es el atentado número 61 contra el alma mater, hecho por terroristas en serie. Para no hablar de las triquiñuelas de Maduro y Calzadilla destinadas a acabar con la autonomía de universidades que los desprecian.
Pero no podemos dejar de señalar una reciente frase magnífica del canciller Jaua que nombra un dilema realmente alucinante: patria o papel tualé. Entre la sublime palabra, que no nos gusta por aquello del último refugio de los canallas, y una función tan prosaica pero imprescindible como la que cumple el humilde papel en pro de la salud y la estética odorífera de la polis, de verdad que no sabríamos qué elegir. Preferible aquello de patria o muerte que estuvo de moda hace algún tiempo, hasta que nos dimos cuenta de que al final siempre vence la segunda opción. Pero indica la idea que tiene el paradójico pensador de la crisis económica, clave del diálogo posible dicen, de que ésta es una bagatela ya que somos descendientes de heroicos libertadores, como si los pobres tuviesen culpa en los desastres del presente.
Ni tan calvo ni con dos pelucas, pero de que la negociación es difícil no queda la menor duda.
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