Fernando Rodríguez/TalCual
Supongo que nadie en Brasil tenía dudas el domingo pasado que de haber ganado la presidencia el socialdemócrata Neves el hilo constitucional iba a funcionar sin tropiezo alguno. En realidad se trata de la democracia más sólida del país líder de América Latina y ya una de las mayores potencias económicas del planeta, no exenta sin embargo de feas manchas de corrupción.
Además de todo, los brasileños deben recordar que el gran viraje hacia ese descomunal progreso se inició y se dejó sobre bases muy consistentes durante el gobierno de otro socialdemócrata, gobernante realmente ejemplar, Fernando Henrique Cardoso. Las primeras palabras de Dilma Rousseff apuntan a reconstituir la unidad nacional averiada por el fragor electoral y por el diálogo con el otro medio país que se le opuso, en una hora de estancamiento del crecimiento y de futuro incierto.
En meses precedentes Michelle Bachelet había recuperado para la izquierda (las comillas póngalas siempre a gusto, el término las merece) el gobierno de Chile, otro país modélico de la región, no solo por sus innegables éxitos económicos sino por la flexibilidad y la agilidad que ha demostrado su juego democrático, que ya ha ensayado sin mayores sobresaltos la alternabilidad entre izquierdas y derechas, la mejor prueba de su madurez, acaso producto de su doloroso pasado militarista.
Es muy probable que en la segunda vuelta de las presidenciales uruguayas se imponga Tabaré Vázquez, de nuevo esa variopinta izquierda que ha llevado al país a una era de bienestar y a una vida democrática envidiables, a cuya cabeza está hoy el escarabajo de don Pepe Mujica, que es una verdadera joya y no un alarde folclórico en un continente donde la corrupción y el despilfarro gubernamental han sido unas de las mayores trabas al desarrollo.
Esos tres ejemplos tienen en común, lo que ya saben hasta los tiranos comunistas que todavía quedan, que no hay progreso posible sin el ímpetu de la iniciativa privada y sin que eso sea liberalismo de cromo. También que el único clima societario posible es el ejercicio democrático en relativa paz y prudencia. Que no es poco.
Lo que pretendemos en el fondo es comparar estas izquierdas modernizadas con el monstruoso estado de cosas en que vivimos en Venezuela, en todos los órdenes. De la economía no hay ni que hablar, es un asco, una mezcla inaudita de incapacidad y rapiña. Pero sí quería subrayar dos detalles políticos recientes que demuestran que en el plano democrático nos portamos como esbirros estalinistas trajeados de chafarotes gomeros. En estos días en la inauguración del Instituto de Altos Estudios del Pensamiento de Chávez (sic), Elías Jaua, el de la niñera, decía que los revolucionarios no podían permitir la alternancia en el poder con la burguesía porque eso sería el fin del Proceso, asunto pues de vida o muerte.
Con lo cual se niega la soberanía popular, la Constitución y por supuesto hace inútiles los eventos electorales. Algo así como la vuelta de la dictadura del proletariado, seguro que con Gulag y todo. O a las dictaduras bananeras. Y, todavía más trágico, esa estruendosa batalla de colectivos armados, en que se entremezclan policías y delincuentes; paramilitares locales protegidos por el régimen y que dan al traste con los mínimos supuestos de institucionalidad y civilismo que nos quedan.
Si nos miramos en los espejos que hemos aludido no veremos sino el rostro informe y grotesco del país del atraso y la barbarie que hemos terminado siendo. Y la malherida esperanza de encontrar otro camino, de enfilar hacia otro puerto.
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