Por: Fernando Rodríguez/TalCualDigital
Son, sin duda, tres arquetipos. Vienen de pasados ya remotos, no tanto cronológica como históricamente. Dos han pasado decenios en cárceles extrañas a sus países y, probablemente, pasarán tras las rejas el tiempo que les queda. Son de los pocos políticos de armas tomar que han sido sometidos a una justicia sin concesiones en América latina.
Ambos, muy diferentes, pertenecen sin embargo a la hora de los hornos del continente. Y les toca hoy vivir un mundo que es bastante diferente al que les tocó actuar.
Son de antes de la caída del muro, esa zanja abismal en la contemporaneidad. Si la baraja del destino histórico hubiese jugado de otra manera, hasta héroes podrían ser, pero la partida se desarrolló hacia otros paralelos.
Noriega forma parte de una tradición militarista, corrupta por naturaleza, sanguinaria, con poquísimas ideas y dispuesta a venderlas al mejor postor. Y en realidad pasó con la mayor tranquilidad de un extremo al otro, del agente de la CIA al caudillo violento y díscolo con el Norte. No pareció tener nunca otro criterio para distinguir el bien del mal que su insaciable deseos de riquezas y poder. A decir verdad fue víctima de una de las cacerías más insólitas de la historia, más vergonzosas:
los Estados Unidos decidió martirizar un país para hacerse de un malandro del narco y el lavado de dinero muy bien apertrechado, al costo de algunos miles de muertos. Pocas veces fue tan soberbio y arbitrario el policía de este lado del mundo. Había otro que hacía de las suyas en su reino, por ejemplo en Hungría y Checoslovaquia.
Se parece bastante a muchos otros, réplicas de caudillos del XIX, matones de baja ralea que la ruleta de la historia los puso donde había. En realidad nadie los quiso mucho. Pero Fidel hizo un melodrama épico sobre el líder nacionalista y los americanos olvidaron los favores recibidos de su antiguo agente. Nunca tuvo nada que predicar y menos ahora. Es una América que agoniza y ni siquiera aquellos que un día lo defendieron ahora lo harán, ni los últimos pasajeros del navío rojo sin rumbo.
Carlos, el Chacal, es de otra horma. Internacionalista, hecho para relucientes escenarios, con algo de ideología diluida en la cabeza, activista de una causa con muchos sufrientes y adeptos. Sus reconocidos miles de asesinados inocentes con bombas ciegas se llaman ahora, sobre todo después de las Torres Gemelas, con el peor de los epítetos, terrorismo, el cual repele cualquier disensión moral o política.
Nada que ver, por lo demás, con la Primavera Árabe ni con la hora de los derechos humanos y hasta de las ballenas y los árboles de los grandes bosques protectores.
Salvo el saludo de Chávez y la estruendosa retribución en el tribunal parisino, no hemos sentido otros ruidos al respecto.
Sólo queríamos utilizar estos desechos para lo único que sirven, para ver en ellos el reverso visible de otros sobrevivientes del horror, con más suerte que ellos por los momentos, no menos intempestivos y estrambóticos.
El tercero, se nos acaba de ir: es Kim Jong Il, el querido líder, el hijo del Presidente Eterno y a quien sucederá su hijo. Una Corea que remonta la historia, del comunismo a la monarquía, y que si no fuese por la bomba atómica, podría pensarse tan falaz como la Atlántida.
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