MELISSA SANCHEZ/MSANCHEZ@ELNUEVOHERALD.COM
El contraste es deslumbrante. Grupos de familias con niños pequeños en apartamentos cubiertos de moho, paredes podridas y sin agua caliente en un edificio ubicado a una sola cuadra del nuevo y lujoso estadio de los Marlins.
La historia de estos inquilinos, entre ellos algunos que habían dejado de pagar el alquiler en protesta por las condiciones, sonó como una alarma la semana pasada, llamando la atención de líderes municipales que ahora buscan una solución que no requiera un desalojo masivo.
Sin embargo, muchos en la comunidad y en el mismo vecindario se hacían otra pregunta. ¿Si las condiciones eran tan malas, por qué esta gente no se iba a otro lugar?
En las cuadras alrededor del edificio en el 1420 de la calle 3 del noroeste, donde el alquiler cuesta de $550 a $650 al mes, otros vecinos dijeron que pagaban alquileres similares por apartamentos en condiciones mucho mejores. Apartamentos con agua caliente, paredes sólidas y propietarios que responden cuando algo no funciona, aunque sea varios días después. En un edificio cuyos residentes consideran las condiciones “como de un hotel”, el propietario está invirtiendo $150,000 para instalar un elevador.
“A mí me encantaría poder salirme de allí, darles a mis hijos un apartamento mejor, más cómodo y con agua caliente”, dijo Carla Balladares, una viuda con tres hijas que vive en el 1420 de la calle 3 del noroeste. “Pero cuando yo he ido a buscar apartamentos, a mí lo que me dicen es: ‘¿Cuántos hijos tú tienes? ¿Qué edad tienen? Y, ¿cómo vas a pagar?’ No quieren alquilar a una madre soltera”.
Inquilinos como ella saben que existen mejores opciones, pero dicen que están fuera de su alcance económico. Balladares, por ejemplo, trabaja en labores de limpieza, ganando unos $1,000 al mes como máximo. Gasta casi dos tercios de su sueldo mensual en el alquiler.
Según el gobierno federal, los inquilinos que gastan más de la mitad de sus ingresos en el alquiler están “extremadamente agobiados” con el costo, lo cual dificulta la satisfacción de otras necesidades básicas como comida, ropa, cuidado medico y transporte. En el barrio alrededor del estadio, casi la mitad de los inquilinos están en esta situación.
Lida Rodríguez-Taseff, abogada de Miami que se ha enfocado en temas de justicia social desde hace años, dijo que muchos miamenses de clase media están ciegos respecto a las condiciones en que viven los pobres.
“Nos estamos engañando al no enfrentar al hecho de que el costo de las viviendas en nuestra área ha creado dos clases: los que pueden vivir en un lugar decente y los que no pueden vivir en un lugar decente”, dijo Rodríguez-Taseff, directora de la junta directiva de la organización Jobs With Justice, y socia de la firma Duane Morris, LLP. “Es un sistema de castas y el que no lo ve, no lo quiere ver”.
La economía es una de las principales razones por cual la gente permanece en estos edificios maltrechos, pero no es la única. Algunos cecinos de Balladares admiten que siguen en el lugar porque en ningún otro edificio encontrarán propietarios informales que les permiten pagar tarde cuando no tienen trabajo. Algunos dicen que han establecido sus hogares y redes sociales en estos edificios.
Todavía otros temen criticar las malas condiciones por su estatus migratorio. Para muchos inmigrantes indocumentados, es mejor mantener la boca cerrada y evitar poner en riesgo el acceso a viviendas baratas sin que les pidan documentos de identificación.
El miércoles por la mañana, una media decena de inspectores de los departamentos de Códigos y de Construcción de la Ciudad de Miami llegaron al edificio de dos pisos. Desde hace años, la empresa dueña, Tucard Corp., había acumulado más de $700,000 en multas por diversas faltas. Entre ellas, el vencimiento del certificado de ocupación, la falta de mantenimiento de la fachada del edificio y no haber entregado documentos relacionados con los códigos de incendio.
Pocos vecinos abrieron las puertas cuando llegaron los inspectores. Algunos miraban por sus ventanas silenciosamente, saliendo para averiguar qué estaba pasando cuando todos se habían ido. Una inquilina preguntó si otros en el edificio habían abierto sus puertas antes de permitir que los inspectores revisaran su apartamento. Luego explicó que había pintado las áreas que tenían moho.
“Si tú pagas tu alquiler, no tienes que tener miedo de poner una queja”, aseguró uno de los inspectores.
Algunos en el barrio consideraron que las malas condiciones eran culpa de los mismos inquilinos. El viernes por la mañana, la administradora de otro edificio en la misma cuadra dijo que había visto las imágenes del techo podrido y unas hornillas oxidadas en los noticieros.
“Hay cosas que el propietario no te va ayudar, como la suciedad. Yo no te voy a limpiar el churre de las hornillas”, comentó la mujer, quien no quiso ser identificada. “Pero también hay unos dueños descarados que no te arreglan las cosas porque quieren que te vayas”.
En su edificio, los inquilinos pagan $870 por un apartamento de dos recámaras o $980 por tres recámaras. Sin embargo, la administradora reconoció que no cualquiera puede alquilar en el lugar.
“Yo tengo que inventarme un cuento si viene alguien con las chancletas rotas, con los shorts hasta aquí y me pregunta si hay apartamento”, señaló. “Les digo que el apartamento no está listo porque de mí no van alquilar”.
En otro apartamento cercano, en el 1520 de la calle 3 del noroeste, María Pedrozo dijo que paga $600 al mes por su apartamento de una habitación donde ha vivido desde hace ocho años. Mantiene una unidad impecable.
“Por afuera está desbaratado, aquí no hay mantenimiento, pero mi apartamento está bueno”, dijo Pedrozo, quien está deshabilitada y vive de ayuda gubernamental. “Cuando algo se rompe, demoran un poco pero llegan al final”.
En el mismo pasillo, Lizeth Sevilla lucha para pagar $650 al mes por un apartamento de dos habitaciones, donde vive con su esposo y tres hijos. El apartamento tiene olor a humedad y las paredes están cubiertas con garabatos de crayón.
“Tengo un hijo travieso”, dijo Sevilla, con una voz cansada. “Nosotros pintamos las paredes dos o tres veces al año. Algunas losas están rotas pero el apartamento está bien. Ellos vienen a fumigar”.
Sevilla trabaja en la limpieza. Los fines de semana, cuida a los hijos de su hermano, quien fue deportado a Nicaragua. Su esposo antes trabajaba en la construcción pero cuando cayó la economía empezó a vender chatarra que encontraba en la calle. Hace algunos meses alguien lo asaltó a mano armada, robándose su camioneta.
“Tuvimos que pedir dinero prestado para comprar una nueva”, comentó. “Ahora lo poquito que ganamos es para la renta y para quitar esa deuda de encima”.
Cuando los sociólogos y abogados de justicia social describen las condiciones de los pobres, destacan el sentido de comunidad en sus edificios de apartamentos y parques de casas de remolque.
“Una vez que han creado esta comunidad, se forman raíces como de una familia”, explicó Rodríguez-Taseff. “No son comunidades disfuncionales, sólo pobres. Y en estas comunidades se cuidan, unos a otros”.
De cierta manera, el edificio del 1420 de la calle 3 del noroeste podía servir como un ejemplo de esta comunidad hace algunos meses, antes de que cayera bajo la lupa de los inspectores municipales y se aterrorizaran algunos vecinos. El pasado diciembre, unos inquilinos hicieron una colecta en las 18 unidades para comprar pintura y embellecer la propiedad por fuera.
“Nosotros pusimos la mano de obra porque el dueño no lo hacía”, dijo Marina Hernández. “Es que las paredes de afuera estaban feas, feas, y venía la Navidad y queríamos limpiar para que estuviera más alegre”.
Al igual que Balladares y otro inquilino, Hernández está siendo desalojada por el dueño del edificio tras dejar de pagar el alquiler. Desde hace meses Hernández y su familia viven sin agua caliente. El techo del baño está roto y los gabinetes de la cocina están podridos. El hijo del dueño ha dicho a El Nuevo Herald que no puede hacer las reparaciones si los inquilinos no pagan su alquiler.
El viernes por la tarde, un grupo de inquilinos que vive a media cuadra expresó simpatía con la situación de Hernández y Balladares. Entre ellos estaba Adela Otero, quien ha vivido en el 1452 de la calle 3 del noroeste por 35 años.
“Pobrecitos. Nosotros estábamos en una situación parecida en el verano del 2009 cuando casi se nos caía el techo por encima”, dijo Otero, recordando cuando la Ciudad cerró al edificio. “Tuvimos que pasar 10 días en la calle, con familias o en un hotel. Algunos durmieron en sus carros mientras arreglaban el techo”.
Aunque la situación era inconveniente, nadie quería que el edificio cerrara.
“¿Dónde más podemos vivir a este precio?”, preguntó Otero, quien paga $520 mensuales por un apartamento de una habitación.
Reconoció que hay muchos prejuicios contra su barrio.
“Nosotros vivimos aquí en La Pequeña Habana pero somos gente decente”, comentó. “Vivimos aquí porque no podemos vivir en el southwest o en la playa”.
Otra inquilina, Mercedes San Miguel, reconoció que se mudaría si tuviera la plata. Sin embargo, le gusta la comunidad dentro de su edificio.
“Es tranquilo. Los vecinos somos como si fuéramos familia,” dijo. “Estamos siempre pendiente de lo que necesitamos, uno a otro”.
A una cuadra de allí, un propietario también expresó una visión de familia.
José Luis Hernández caminaba con orgullo por su edificio color rosado en el 1554 de la calle 3 del noroeste. Ha colgado pinturas y puesto sillones cómodos en los pasillos de los tres pisos. Hay cámaras de seguridad en cada piso.
Ahora está en el proceso de instalar un elevador para que sus inquilinos de tercera edad no tengan que subir las escaleras.
“Invertimos mucho dinero, por ejemplo, remodelando cuando se desocupan los apartamentos”, dijo. “Me gusta mantener a mi gente contenta. Todo mundo es como mi familia”.
Hernández dijo que la mayoría de sus inquilinos son personas de tercera edad con el plan federal de Sección 8. No hay familias con niños ni animales. Dijo que le gusta cuidar de su edificio pero se le hace conveniente porque vive en Miami.
No cree que es tan fácil para otros propietarios que viven fuera de Miami, tal como el dueño del edificio en el 1420 de la calle 3 del noroeste, que vive en Nueva York.
“Si tú no tienes el ojo en tu propiedad, no sabes lo que está pasando”, comentó.
Para Hernández, sería rentable arreglar el edificio de 18 unidades y seguir alquilando las unidades a $550 a $650.
“Si fuera mío, estuviera haciendo un buen negocio”, consideró.
Por ahora, Balladares, Hernández y sus vecinos están esperando el próximo paso en las cortes. Han contratado a abogados pro bono que los representarán en los casos de desalojo. Mientras tanto, la Ciudad ha colocado nuevas multas contra la propiedad por los problemas del sistema de tubería, la electricidad y la construcción.
Mariano V. Fernández, director del Departamento de Construcciones de la Ciudad, dijo que se ha enviado una notificación sobre las multas al propietario y que se pedirá una reunión. Fernández prefiere llegar a una resolución con el dueño y evitar declarar al edificio como peligroso y cerrarlo.
“La gente es la que sufre,” dijo Fernández. “Yo entiendo la situación y no quiero hacer daño por gusto. Pero tenemos que reunirnos con el dueño para saber qué es lo que va a hacer”.
NDO/El Nuevo Herald
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