Por: Fernando Rodríguez/TalCual
Varias veces nos hemos referido a la reelección presidencial venezolana, indefinida además, como uno de las enfermedades más deleznables que padece nuestra atrofiada democracia.
No es cuestión de repetirlo, tampoco de meterlo en el paquete inmediato de la campaña opositora, aunque sí recordar que su revisión es una tarea pendiente sin la cual nuestra vida política seguirá expuesta al primer megalómano que ande por ahí. Lo que nos hace reponer el tema es que estamos viviendo, otra vez, algunos de sus efectos más siniestros sobre la vida moral y política del país.
Basta asomarse a la ventana, en estos días, para sentir su hedor insoportable. Como es evidente entre lo más dañino de la reelección, que quizás lo sea por naturaleza, es su carácter continuo que implica que el reelegible tenga en sus manos todos los recursos del poder para utilizarlos en su favor.
Al menos la constitución del 61 al poner dos periodos de por medio para la reelección en buena medida limitaba esa perversión. Si a esto sumamos la falta de solidez de las instituciones democráticas en casi todo el sur del planeta la cosa cobra visos insoportables.
Y si vivimos una situación como la venezolana donde reina una autocracia sin principios y un candidato enloquecido por el deseo de mando, sin separación de poderes y que ha hecho de la constitución y las leyes un guiñapo que maneja a su capricho, la cosa se vuelve el vomitivo espectáculo que usted está viendo a diario en esta campaña.
La actuación del llamado árbitro, el CNE, dedicado a castigar una gorra y dos minutos de exceso del mensaje de un candidato es un ejemplo inmejorable de la mala fe en que vivimos.
Esos gestos risibles pretenden tapar, en primer lugar, la inmensa montaña de una economía convertida en un dispositivo de propaganda que no responde sino a efectos demagógicos electorales y que ignora olímpicamente el derroche sin norte y los daños que puede causar a la mínima racionalidad económica nacional.
Chávez ha confesado sin pudor que las misiones, su cacareada política social, fueron artefactos confeccionados ad hoc para impedir su derrocamiento en el referendo revocatorio. Y por supuesto el ventajismo tiene otros mil rostros.
El chantaje sobre los empleados públicos y clientes del Estado, no olvidemos nunca La lista de Tascón. La amenaza de violencia vengadora con las fuerzas armadas, cada vez más desvergonzada. La distribución leonina de los cargos rectorales del CNE que se debería suponer neutral y de unánime credibilidad.
El inescrupuloso manejo de los medios de comunicación estatales y en primer lugar esa especialidad de la casa, las pesadas cadenas con que debemos cargar todos los venezolanos; ahora tan necesarias como los esteroides para la singular campaña de un presidente que suponemos enfermo y que aparenta no estarlo.
Esa confusión entre el rol del primer mandatario y el del candidato, inextricable, cara y sello de una misma moneda, es emblema de la pantomima que describimos.
Y paremos de contar. Toda esa inmensa carencia de moralidad política es la que enfrenta Henrique Capriles y la está venciendo. Y en definitiva no hay que descartar que incluso su gallarda gesta pueda convertir en temible boomerang tanta felonía.
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