Fernando Rodríguez/TalCual
Todo parece indicar que nuestro inmediato futuro económico va a ser peor que el presente que vivimos, lo cual es ya mucho decir. Lo que genera semejante desoladora conclusión es la evidente baja de los precios del petróleo, las vacas flacas que tan puntualmente siguen a las gordas en los países del oro negro.
Esta vez habían tardado a decir verdad, pero ahí están como toda la vida. Y como toda la vida nos lamentaremos de no haber utilizado como los dioses mandan el cuerno de la abundancia, al menos haber guardado en la alcancía nacional algunos ahorros para el infaltable futuro magro.
Los últimos numeritos son bastante atemorizantes. De un promedio de ciento y tantos dólares/barril en los últimos años a setenta y pico en las últimas semanas hay un abismo lo suficientemente grande como para empezar a hacer cálculos siniestros. Tanto es así que Maduro ya aseguró que a pesar del bajón, e incluso si éste llegara a doblarse, el pueblo no tenía que temer por su bienestar social y además no deberían existir dudas de que los precios rebotarían más temprano que tarde. Viejas melodías, tontas ilusiones.
Y tanto fue su miedo y furor que se le ocurrió la realmente descabellada e inédita amenaza de limitar el presupuesto municipal o estadal a aquellos gobernadores y alcaldes que se pusiesen a hablar de despeñaderos y abismos a la vista.
Todo parece indicar que factores estructurales están en el origen del cambio estacionario. Un desaceleramiento global de la economía que pone fin a la década dorada de los precios de las materias primas en el subcontinente y, sobre todo, un marcado crecimiento de la oferta, por la emergencia de nuevos ricos en el codiciado producto energético, sobre todo EEUU, lo cual parece irreversible. Sumado al hecho coyuntural de la negativa de los grandes productores de otras latitudes a bajar su producción, capaces de mantener el nivel de sus economías nacionales con más petróleo a precios menores que, por lo demás, pueden limitar en alguna medida los ímpetus productivos de los nuevos competidores.
Pero estos tiempos de aminoramiento petrolero que se anuncian nos encuentran en medio de la crisis económica, y todas las otras, mayor que hemos vivido en decenios. Esta no hay que describirla en demasía porque todos los venezolanos la padecen a diario, en las colas y la escasez y en los saltos mortales de los precios. Quizás el demoledor artículo de Hausmann y Santos, que le valió los más infamantes calificativos de Maduro, sea el mejor termómetro de lo esencial de nuestras calamidades actuales: pagamos la deuda externa, por ahora, arreglamos cuentas con Wall Street y nos salvamos del default de espantosas conse- cuencias, pero a costa de no poder ponernos al día con los proveedores de todo cuanto importamos después de haber destruido la productividad vernácula y, en consecuencia, seguir sometiendo al bravo pueblo a toda clase de privaciones y dolorosas calamidades. O divisas para esto o para aquello. Salvo que se decidiera salir de los angostos laberintos ideológicos que nos castran, lo cual no parece verosímil.
Llover sobre mojado, la abuela que parió, la gota de agua que desborda… escoja usted el mejor refrán para estas situaciones en que a una desgracia ya de por sí muy grande se le suma otro castigo del cielo que la hace más insoportable. Si el noventa y tanto de nuestras divisas son petroleras y con ellas nos hemos convertido en una verdadera economía de puertos en que, además, le debemos a todo el mundo, diga usted de qué color es el futuro inmediato de esta Venezuela presente y seguramente llorará sin querer.
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