Por: Teodoro Petkoff/TalCualDigital
Polémico y contradictorio hasta en las circunstancias posteriores a su muerte, los restos de Carlos Andrés Pérez regresan al país en un momento que le presta especial contexto a uno de los actos más elocuentes de su turbulenta carrera: su corajuda y estoica aceptación de la defenestración de la Presidencia de la República.
Corajuda y estoica, que duda cabe, pero, más allá de ello, un gesto de rara grandeza democrática. Esto es lo que dio sentido a su entrega del mando y a su propia presidencia. Se transformó en una lección no sólo política sino moral para el país. Darle relieve a este proceder adquiere un especial sentido en los días menguados que vive hoy la democracia venezolana. En un momento en que el balance global sobre su actuación pública apenas si comienza a tomar forma y ésta, necesariamente, no es ni puede ser unívoca ni unilateral, porque su vida no lo fue; destacar la forma de muerte política que escogió ("Hubiera preferido otra muerte" confesó amargamente en su mensaje final), tal vez lleve a muchos venezolanos a reflexionar más aún sobre la democracia, y cuán importante es que quien preside los destinos del país posea un sólido e insobornable talante democrático. ¿Que no tenía alternativa al abandono del cargo? Sí la tenía, tal vez sin destino, pero la tenía: la crisis; crear la crisis. Pero optó por la defensa de la institucionalidad democrática, en un país que no la tiene tan solidamente asentada como para imaginar imposible un caos político asociado a la destitución de un presidente.
Institucionalidad, por cierto, que él mismo se había encargado de erosionar, junto a otros, con una grosera tolerancia ante la corrupción administrativa, la cual alcanzó altas cotas en sus dos gobiernos, y para peor, en el segundo, llegando muy cerca de él mismo, lo cual, de paso, permitió una campaña, con intenciones non sanctas, en la cual se confundieron factores diversos de la vida nacional, que hicieron la cama al ambiente político que terminó en la salida del presidente, a través de un juicio con elementos discutibles.
A diferencia de otros, durante cuyos mandatos también hubo corrupción pero ellos aparentemente no fueron tocados por ella, a CAP aquella lo afectó muy directamente por las razones personales de todos conocidas y frente a las cuales su extraña laxitud constituirá uno de los misterios de su vida.
Desde luego que la vida de CAP no se agota entre estos dos polos, el de la democracia y el de la corrupción. Juicios más definitivos y completos no podrán olvidar su actuación en el Ministerio de Relaciones Interiores durante el gobierno de Betancourt (tan contradictorio y paradójico como todo en él), pero tampoco al hombre que nacionalizó el hierro y el petróleo, este último algo así como un Santo Grial, inalcanzable para el progresismo nacional, y posteriormente adelantó la reforma institucional más importante de los cuarenta años: la descentralización, con su elección directa de gobernadores y alcaldes. Su política internacional fue indudablemente de alto vuelo y de sentido progresista, incluyendo su particular trato y amistad con Fidel Castro, el sandinismo y Torrijos. En un sentido fue el populista por excelencia de los gobernantes del país y en otro, en un salto mortal, asumió lo opuesto, una política neoliberal pura y dura, que ni él explico ni el país podía entender. En un caso, fue parte de la tradición de este petroestado; en el otro, quiso romperla, con una audacia imprudente y sin sentido de las proporciones, confiando en su liderazgo, cuando ya era visible que éste junto con el de toda la elite nacional se estaba desvaneciendo. Paradoja final de su vida: vuelve al país en olor de reivindicación.
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