No han sido pocos quienes a lo largo de estos tres agotadores lustros, durante los cuales la revolución bolivariana ha intentado extrapolar a nuestros país fórmulas que un político como Rómulo Betancourt hubiese calificado de obsoletas y periclitadas, se han preguntado de cuál cueva histórica salieron los chavistas.
La respuesta pareciera obvia y justificaría que hayamos mencionado aquí al fundador de Acción Democrática, pues las filas de ese partido, y las de Copei, nutrieron la base clientelar de un movimiento sin otra brújula que la carismática personalidad de un líder que, aprovechando el desprestigio de esas y otras organizaciones, se apoyó en una izquierda remendada para hacerse de una presidencia y ejercerla a perpetuidad, valido de una inconstitucional enmienda.
Esos partidos que alimentaron al PSUV con una militancia ansiosa de cambio también proveyeron al comandante, devenido en eterno, de una dirigencia versada en trapisondas y triquiñuelas de todo género, que envileció la política con sus prácticas corruptas.
Una dirigencia que, calcando el modelo leninista de organización, perfeccionado por Stalin, sirvió de guía para formalizar sus aparatos de intermediación con el elector. Así construyó para Hugo Chávez una estructura presuntamente basada en el centralismo democrático, esa aberración marxista-leninista que facilita la suplantación de los congresos por el comité central y, de este por el buró político, cuyo papel es traspasado, en la práctica, al secretario general.
Ello explicaría por qué las élites tratan a la militancia como rebaño que pueden arrear y naricear a su antojo… hasta que este diga basta y los mande a paseo.
Esta introducción ha sido necesaria para intentar una explicación sobre lo que está sucediendo en el seno del Partido Socialista Unido de Venezuela, cuyo tercer congreso, a celebrarse este mes, debe pasar la prueba que significa elegir, el domingo próximo, sus 535 delegados; una selección que unos quieren poner en manos de las bases y, los más avezados, delegarla en sus líderes corruptos.
En todo caso, sea cual fuese el método que se emplee para seleccionar a los participantes en esas jornadas, las fricciones, roces y enfrentamientos ya se hacen sentir en las asambleas estatales y entre los brigadistas Bolívar-Chávez (o viceversa, porque para los rojos ese par es su santísima dupla).
Cabe insertar en estas líneas la reflexión de un militar que, como Chávez, hizo del populismo una demagógica receta redentora, el general Juan Domingo Perón, quien sostenía que “los partidos políticos triunfan o son destruidos por sus conductores. Cuando un partido político se viene abajo, no es el partido político el que tiene la culpa, sino el conductor”.
Eso parece ser una verdad verificada a diario no solo por la cúpula gobernante, sino por voceros de su partido, como ese señor que fuera tarimero, tramoyista y encargado de asuntos sin importancia en el MAS y que ahora se pavonea como primer vicepresidente de la Asamblea Nacional para declarar, a diestra y siniestra, sobre lo humano y lo divino, pero que –hasta el momento de escribirse este editorial– ignoraba en qué lugar habrá de reunirse el tan anhelado y cacareado congreso.
Eventos como las convenciones nacionales o las elecciones primarias suelen ocasionar profundas heridas en la arquitectura de los partidos. Nuestra historia reciente está repleta de cismas no necesariamente originados por divergencias ideológicas sino por desacuerdos en el reparto del botín.
Sin embargo, a juzgar por los dimes y diretes que logran filtrarse hacia los medios, del PSUV puede desprenderse, no necesariamente de inmediato, un tolete significativo hacia el cual la oposición debe pensar a mirar como un eventual aliado.
Cort. El Nacional
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