En este desmadre oficial con que se abre la carrera al 2012, en que se cambia la ley de ejercicio de la medicina para que unos amateurs puedan trepanarle el cerebro a algún conciudadano para curarle una migraña o se decidió acabar con los alquileres de vivienda para captar unos cuantos votos de inquilinos indignados, en esta orgía de la sinrazón decimos, se ha constituido una central sindical oficial. A ella nos referimos.
Todos los sindicalistas, y el resto de los compatriotas, que todavía mantienen alguna dosis de racionalidad y ética han visto en la constitución de ésta una proeza que la historia del sindicalismo mundial no olvidará. Primero, se ha procedido a dedo, metodología participativa ya muy arraigada entre nosotros.
Luego, aquí brilla Ripley, ha sido constituida bajo la égida del principal patrón del país, el señor Presidente, empleador de más de tres millones de trabajadores, y puesta a la irrestricta disposición de su insaciable voluntad.
Tan es así, el clímax entonces, que le han pedido que les haga la ansiada y eternamente postergada ley del trabajo, él solito, habilitado, sin pasar por ellos y ni siquiera por las focas de la Asamblea, además para mañana. Nunca la conciencia de clase había sido tan luminosa y contundente como en este caso.
Recordemos, de paso, que esta es la culminación de la política más antisindical en muchas décadas, que ha borrado de su léxico la contratación colectiva, que ha hecho presos a líderes sindicales simplemente por ejercer el oficio, que debe pasivos laborales a todo cristo, que ha despedido impúdicamente a decenas de miles por razones políticas, que ha desmantelado todas las empresas que engulle y que ya ha anunciado la muerte del sindicalismo en aras del poder centralizado de corte fascista o estalinista.
No en vano muchos líderes sindicales honestos y de diverso origen han tildado de esquiroles, traidores y manumisos a las cabezas de tan lacayuna entrega. Alfredo Ramos ha dicho que dejar la ley al arbitrio del Presidente “es el equivalente a que un sindicato le entregue al patrón la elaboración del contrato colectivo”.
La verdad es que la cosa es demasiado fea y difícil de justificar mínimamente. Pero siempre es más fuerte la voluntad militante de legitimar y adular al jefe. Un diputado llamado Oswaldo Vera encontró la fórmula: “el Presidente manda obedeciendo”. ¡Santos cielos, qué maravilla! El vivir viviendo y el viviremos y venceremos son dechados de humana sabiduría al lado de este paraguas roto. ¿Ustedes entienden? Cuando el Presidente manda, y mira que parece mandar, no manda. El es siervo que obedece las órdenes de sus vasallos, franciscanamente.
Y los trabajadores del país, que no son la mafia sindical mentada, sino la clase toda “ya habló”, no se sabe dónde pero habló: que el “caporal” nos haga la ley que nosotros obedeceremos, es decir, mandaremos. Al Presidente no le queda ya otra opción sino obedecer, es decir, mandar. Redondo.
Todos los sindicalistas, y el resto de los compatriotas, que todavía mantienen alguna dosis de racionalidad y ética han visto en la constitución de ésta una proeza que la historia del sindicalismo mundial no olvidará. Primero, se ha procedido a dedo, metodología participativa ya muy arraigada entre nosotros.
Luego, aquí brilla Ripley, ha sido constituida bajo la égida del principal patrón del país, el señor Presidente, empleador de más de tres millones de trabajadores, y puesta a la irrestricta disposición de su insaciable voluntad.
Tan es así, el clímax entonces, que le han pedido que les haga la ansiada y eternamente postergada ley del trabajo, él solito, habilitado, sin pasar por ellos y ni siquiera por las focas de la Asamblea, además para mañana. Nunca la conciencia de clase había sido tan luminosa y contundente como en este caso.
Recordemos, de paso, que esta es la culminación de la política más antisindical en muchas décadas, que ha borrado de su léxico la contratación colectiva, que ha hecho presos a líderes sindicales simplemente por ejercer el oficio, que debe pasivos laborales a todo cristo, que ha despedido impúdicamente a decenas de miles por razones políticas, que ha desmantelado todas las empresas que engulle y que ya ha anunciado la muerte del sindicalismo en aras del poder centralizado de corte fascista o estalinista.
No en vano muchos líderes sindicales honestos y de diverso origen han tildado de esquiroles, traidores y manumisos a las cabezas de tan lacayuna entrega. Alfredo Ramos ha dicho que dejar la ley al arbitrio del Presidente “es el equivalente a que un sindicato le entregue al patrón la elaboración del contrato colectivo”.
La verdad es que la cosa es demasiado fea y difícil de justificar mínimamente. Pero siempre es más fuerte la voluntad militante de legitimar y adular al jefe. Un diputado llamado Oswaldo Vera encontró la fórmula: “el Presidente manda obedeciendo”. ¡Santos cielos, qué maravilla! El vivir viviendo y el viviremos y venceremos son dechados de humana sabiduría al lado de este paraguas roto. ¿Ustedes entienden? Cuando el Presidente manda, y mira que parece mandar, no manda. El es siervo que obedece las órdenes de sus vasallos, franciscanamente.
Y los trabajadores del país, que no son la mafia sindical mentada, sino la clase toda “ya habló”, no se sabe dónde pero habló: que el “caporal” nos haga la ley que nosotros obedeceremos, es decir, mandaremos. Al Presidente no le queda ya otra opción sino obedecer, es decir, mandar. Redondo.
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