Por: Fernando Rodríguez/NDO/TalCualDigital
Es muy difícil que los jóvenes venezolanos sientan algún entusiasmo por esa retreta de cadenas, cursilerías, próceres de cartón piedra, charreteras omnipresentes, bandas armadas, ideologías muertas e incoherentes, el colon deteriorado y el cerebro entumecido de Fidel y la Cuba martirizada, la ignorancia supina de los líderes del Proceso, el desprecio del mérito y el esfuerzo, la hermandad con Gadafi y otros monstruos, el chovinismo en tiempos de Internet, la cultura hecha propaganda y otros adefesios que les ofrece el país de Chávez.
Y, sobre todo, la falta de oportunidades de realización personal, la inseguridad que mata la alegría de vivir o la incapacidad para tapar huecos de las calles, adecentar los hospitales o sembrar alimentos terrenales y producir las manufacturas más elementales.
El desprecio reiterado, masivo y electoralmente contable de las universidades autónomas, aquellas que pueden expresarse, es la muestra más elocuente de esa imposibilidad del Proceso de tender puentes hacia la rebeldía y la vocación de ser de nuestros jóvenes.
Frente a lo cual no queda sino aplicar la represión del sicariato y el sadismo armado que hoy se ceban en la Escuela de Trabajo Social de la UCV y ayer en todos esos campus hechos para la paz y el pensamiento. Tampoco es extraño que un joven moderno, sensato y laborioso como Capriles, esté conquistando con tanto éxito las perspectivas del mañana.
Pero la tragedia es más honda que la de aquellos que no sienten empatía por el presente ni le ven sentido al futuro nacional, centenares de miles de los cuales se han ido al carajo, en muchos casos los mejores, hasta el gélido Canadá o la lejanísima Australia.
El crimen social más aterrador está en esas cifras que condenan a millones de jóvenes de los barrios, execrados de la educación y el trabajo, a matar y morir por centenares de miles en estos años "bonitos" en los infernales predios de la delincuencia, el producto más notable del país, su laurel más reconocido planetariamente. Porque son jóvenes la mayoría de esos actores o víctimas de nuestra guerra intestina y sigilosa, en realidad todos son víctimas, recogida en las páginas rojas, día a día, hora a hora. Y cuyo colofón son esas quintas pailas del Averno que son nuestras aterradoras cárceles, también laureadas en los rankings de los organismos internacionales. El mundo llora y protesta por los ocho mil muertos en un año en la guerra civil Siria, compárelos usted con los casi veinte mil que mueren en nuestras calles en un lapso parecido y caerá en cuenta de la ambigüedad de la palabra "guerra".
Dice el lugar común que la juventud es el futuro, la esperanza. Al fin y al cabo nadie nos quita lo sufrido. Y los hijos y los hijos de los hijos, son nuestro ADN que lucha por permanecer, nuestro anhelo último por prolongar la huella de nuestros pasos efímeros en el tiempo. Maldito sea el Herodes que siembra la desolación en el reino de los últimos y desesperados sueños. Si no nos toca esa causa y asumimos esa trinchera seremos, por qué no, otros lo han sido, un país de sepultureros.
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