Todos te alientan a decidirte, te sugieren el tipo de visa ideal, el abogado más efectivo, la forma de burlar la resistencia inicial. Te emborrachan de buenos consejos. Hay una piedra llamada nostalgia en cada una de sus palabras.
Pero intentan disimularla ferozmente. Deben enamorarse de otra tierra.
Y no quieren hacerlo en soledad
La historia ocurrió en el barrio Carpintero de Petare. Rayaba la medianoche y los dos hermanos volvían de una fiesta. Algún chiste cómplice los hizo quebrar el silencio del asfalto con una carcajada. Entonces apareció la muerte, acompañada de un malandro de la zona, y les vació una pistola encima. Al día siguiente, en el entierro, la madre devastada por la furia dejó caer una maldición: "¡Les juro que todos los muchachos de esta cuadra se van a morir!". Nadie sabe quién hizo el rol de verdugo, pero han pasado seis años y hace apenas una semana exacta mataron al último joven que quedaba vivo en el perímetro. Así cuentan en las esquinas. Así me relata Elvira, luego de llorar a su primo asesinado. No le robaron nada. Ni el carro, ni el celular, ni el dinero. Solo la vida. Su vecina más próxima obligó a su hijo a regresar a Colombia hace un par de años, para que no lo alcanzara la sentencia de muerte. Solo ella tuvo chance de decirle oficialmente adiós a su hijo. Más nadie.
En los semáforos hay suficiente tiempo para torcer el destino. Una mujer, en sus cuarenta, manejaba su camioneta con la desaprensión de quien siente que la vida le sonríe. Venía del autolavado y todo resplandecía a su alrededor. Ahora iba al gimnasio.
Estaba dispuesta a tener un gran día. Frenó pausadamente en la luz roja de un semáforo. Vio a su costado a un hombre en silla de ruedas, con la mano extendida y una sonrisa que buscaba un poco de indulgencia y solidaridad. No era su costumbre, pero ese día se sintió dispuesta a hacerle un guiño al prójimo. Buscó en su cartera un billete de Bs 10 y bajó el vidrio solo lo suficiente para darle el dinero al simpático indigente. En un veloz movimiento de manos el hombre lanzó una rata viva y membruda por el espacio abierto de la ventana. La rata corrió sobresaltada de un lado a otro dentro de la camioneta. La mujer entró en absoluto pánico y se bajó de la camioneta. Corrió largos metros gritando, histérica, ofuscada por el asco y el susto. Cuando el espanto la dejó voltear, ya no había camioneta, ni indigente, ni silla de ruedas. Se quedó incluso sin cartera, papeles ni dinero en mitad de la calzada. Solo los brincos de su corazón. El semáforo ostentaba su luz verde. La luz que parecía decirle adiós a su camioneta y a la solidaridad con el prójimo.
En una pizzería de Los Palos Grandes espero por un pedido para llevar. Observo un juego de fútbol europeo, sin audio, sentado en una mesa. Desde la barra un hombre me saluda y me pregunta lo inevitable: "¿Cómo ve usted la vaina?". Ambos coincidimos en el diagnóstico. Muy sombrío, si acaso hay que aclararlo. Y siempre la inseguridad como sofoco en las palabras. Me habla de una cadena que le llegó a su correo donde un organismo importante envió una clasificación de las áreas de riesgo en la capital. Me va leyendo y terminamos riéndonos con dolor. Caracas entera resultaba ser una emboscada sin salida. Me dice que ha pensado en irse del país, pero tiene cinco hijos. El mayor apenas bordea los 14 años de edad. Un gentío, la verdad. ¿Cómo irse así? Me muestra la bolsita que carga. Venía de una popular tienda de ropa. Tenía que comprarle algunas prendas de colegio a su abultada prole. El local ofrecía un obligado 50% de descuento. Pero apenas le permitían comprar dos piezas por día. Debía volver al día siguiente por los pantalones para sus otros dos hijos. Y un tercer día para la camisa que necesitaba el último.
Absurdo. No lo acepta. Así no era este país. Quiere irse de este paisaje ilógico que hoy somos. Pero no puede.
No sabe cómo. No le alcanza el dinero para irse. Tiene prohibido el adiós.
En un reciente viaje a Miami trabé conversación con un venezolano de origen libanés en la cola de inmigración. Apenas pudo, desfogó conmigo su conflicto.
Su esposa, testigo de un violento asalto en las puertas del colegio de su hijo, fue presa de un ataque de terror que la llevó hasta Los Ángeles con el closet entero, hijos y ultimátum. Urgía a su marido a irse con ella o hacerse de otra vida. Él le pidió seis meses del año en curso para tomar la decisión. El comerciante no quiere mudarse de país. Son demasiados años, un apego grande, rutinas entrañables. Se le están acabando los ahorros pagando el sustento de su familia en California. Y de paso, aquí la economía sigue dándose tumbos contra las paredes. Su vida conyugal está en manos de las medidas que tome el presidente de la República. Pienso hoy en ese hombre y el adiós desesperado de su mujer.
No es justo con él que la primera medida para acabar con la delincuencia sea regular las telenovelas. No es justo con su propia historia de amor.
"Me fui mucho antes de haberme ido", escribe Israel Centeno en un texto que forma parte de Pasaje de ida, un libro compilado por Silda Cordoliani que reúne 15 testimonios de escritores que forman parte de este "convulsionado país de emigrantes" que ahora es Venezuela, como bien lo señala Silda. "Muchos ya habíamos sido expulsados del país aun estando entre sus fronteras", remarca Centeno. Es el primer latigazo que te escribe la guerrilla comunicacional en la red social Twitter: "Lárgate de aquí, maricón!". Nos quieren replegados o lejos. En silencio o expulsados por nosotros mismos. Nos despiden de nuestra propia tierra. Nos lanzan las maletas en la cara con cada insulto, cada oprobio. Y, valga el cinismo, nos llaman virulentos si dejamos en claro nuestra opinión.
"Es estando en el país cuando se experimenta con la mayor y más desgarradora realidad el estar fuera, afuera", concluye Blanca Strepponi.
En el estado de Florida conocí una estupenda iniciativa llamada Microteatro Miami. La idea nació en Madrid. Hoy se replica con éxito en Biscayne Boulevard. En una suerte de garaje ambientado, en el Centro Cultural Español, hay seis contenedores donde en cada uno ocurre una obra de teatro distinta. Cada obra dura máximo 15 minutos. Puedes ver 6 piezas en una sola noche. El ambiente recuerda los mejores momentos del underground que ocurría en el Festival Internacional de Teatro de Caracas. Tragos, mucha charla, cierta bohemia, experimentos interesantes. Y, de paso, una enorme presencia de artistas venezolanos. Es un hecho: la naciente movida teatral mayamera está sustentada en el talento y la experiencia venezolana. Actores, escritores y directores que tuvieron que emigrar del país ante la crisis. La mayoría terminó vencida por los colmillos de la inseguridad. Ganas de seguir vivos, puede decirse. En las pausas entre obra y obra se escuchan distintas versiones del adiós al país. Todos te alientan a decidirte, te sugieren el tipo de visa ideal, el abogado más efectivo, la forma de burlar la resistencia inicial.
Te emborrachan de buenos consejos. Hay una piedra llamada nostalgia en cada una de sus palabras. Pero intentan disimularla ferozmente. Deben enamorarse de otra tierra. Y no quieren hacerlo en soledad.
"Solo en la ficción consigo hablar de Venezuela sin que me falte el aire", escribe Juan Carlos Méndez Guédez, desde su otra orilla que ya es España.
En un café de Brickell, una legendaria protagonista de telenovelas venezolanas me cuenta crudamente su realidad: "Es muy fuerte, después de tantos años de trayectoria y reconocimientos, ir de casting en casting, con un letrerito pegado en el pecho con tu nombre y tus breves centímetros de altura". A eso le agrega la desazón que produce renunciar a su acento, tan salpicado de arepa, queso guayanés y papelón con limón. Es como tener que aprender a hablar a los 50 años. "De paso, debo competir contra 30 mexicanas en cada casting y hablar como si fuera ellas, como si hubiera nacido en Tijuana", me comenta con los ojos agrietados. ¿Cómo se le dice adiós a tus méritos, tu historia, tu propio pasado? Dice Juan Gelman: "País que fue será".
Vivimos la hora más menguada de nuestra historia reciente. La economía es una araña negra que camina sobre nuestros estómagos. La gente malbarata sus días en colas interminables para conseguir harina, leche y aceite. La prensa escrita está viviendo una exasperante agonía que puede desembocar en su desaparición absoluta. Algo inédito en el planeta. A las líneas aéreas no les está quedando más remedio que borrarnos de sus destinos. Comenzamos a sentir claustrofobia, encierro, ahogo. Hay un rictus general de desazón. Parece que nos hubieran mudado de sitio sin darnos cuenta. Somos pura noche en una geografía de luz caribeña. El país tiene forma de pistola. Hasta los llamados a la paz vienen con amenaza incluida. Se multiplican en muchos hogares las conversaciones nerviosas. Es el momento de las decisiones. ¿Irnos? ¿Resistir? ¿Luchar? ¿Decirle adiós al país o a la vida? Te sirves un trago, te asomas al Ávila, piensas en tus hijos, en los riesgos que entraña cada decisión. Piensas con Méndez Guédez en esa definición de país que da Bolívar Coronado: "Lugar donde al menos cuentas con veinticinco abrazos; lugar donde llueve y te quedas dormido sintiendo que estás en casa".
Es todo tan difícil. Tan inmerecido.
¿Cuál es la cola de inmigración hacia esa patria donde antes cabíamos todos los venezolanos?
Cort. El Nacional
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