Ya mucho menos gente se viste de rojo, hasta las focas se abstienen. La verdad no sabemos por qué. A lo mejor se fastidiaron o redescubrieron que el mundo multicolor es más bonito o se cansaron de ser manada y quieren ser individuos específicos. O ya pasó el momento épico del Proceso, en este caso épica de cartón barato (no como en Cuba con Sierra Maestra, guerrilleros, barbas, Bahía de Cochinos, fusilados, amenazas atómicas, comandantes de verdad), pero en todo caso con mucha palabrería y simbologías, dislates y cursilería cuartelera. Ya hasta Bolívar ha perdido rating.
Pero el rojo parece nuestro signo nacional, cada vez más omnipresente. El rojo de la sangre en el pavimento, en la camisa chamuscada, a las puertas de la morgue, en las emergencias de los hospitales, en la página roja. Venezuela es roja rojita, literalmente, ministro del oro negro, usted la pegó.
Esta pequeña guerra que estamos viendo en El Rodeo con sonidos de armas largas y llantos de mujeres, con miles de gloriosos guardias bolivarianos tratando de controlar a unos presos, es un espectáculo que pareciera sintetizar todas nuestras miserias y heridas como nación. Las armas y las drogas que la corrupción deja pasar a los recintos. La ineptitud para diseñar una política carcelaria que al menos reduzca el hacinamiento inhumano en que se ceban todos los males y crueldades (al respecto la muerte de los detenidos en El Rosal, en el calabozo llamado el horno, donde nadie se puede mover y apenas respirar, a una temperatura infernal, es una de las torturas más sofisticadas y sádicas que se pueda imaginar). O, para no seguir, El Rodeo evidencia el desprecio general por los derechos humanos que va desde los cabilleros a sueldo hasta los jueces rastreros, pasando, justamente, por la indolencia en los retrasos judiciales de los presos o la negación su derecho a la rehabilitación.
Si consideramos que esta es una subespecie, unos quinientos muertos al año en cárceles, del colosal fenómeno de la delincuencia patria y sus más de diez mil muertos anuales, hay que concluir que sí, que el rojo es parte sustancial de nuestra divisa, que estamos entre los países con mayor vocación de criminalidad del mundo. ¿Será ésta parte de esa identidad tan cacareada por tirios y troyanos?, ¿O, dado lo negativo de la proposición, no valdría la pena buscar en una causalidad más racional y verificable la génesis de este fenómeno exclamativo? Por ejemplo practicar una hematología que nos revele en esa sangre derramada sin mesura cuánto hay de la palabra de odio que nos guía, de un sistema educativo que excluye a la mitad de los niños antes del sexto grado, de las casas no construidas, de los empleos destruidos, del dinero botado por la megalomanía, la macrocorrupción impune y el desvarío ideológico.
Si no lavamos esa sangre nos devorarán bíblicas serpientes y una inmensa mancha roja comenzará a velar el mapa de Venezuela.
Pero el rojo parece nuestro signo nacional, cada vez más omnipresente. El rojo de la sangre en el pavimento, en la camisa chamuscada, a las puertas de la morgue, en las emergencias de los hospitales, en la página roja. Venezuela es roja rojita, literalmente, ministro del oro negro, usted la pegó.
Esta pequeña guerra que estamos viendo en El Rodeo con sonidos de armas largas y llantos de mujeres, con miles de gloriosos guardias bolivarianos tratando de controlar a unos presos, es un espectáculo que pareciera sintetizar todas nuestras miserias y heridas como nación. Las armas y las drogas que la corrupción deja pasar a los recintos. La ineptitud para diseñar una política carcelaria que al menos reduzca el hacinamiento inhumano en que se ceban todos los males y crueldades (al respecto la muerte de los detenidos en El Rosal, en el calabozo llamado el horno, donde nadie se puede mover y apenas respirar, a una temperatura infernal, es una de las torturas más sofisticadas y sádicas que se pueda imaginar). O, para no seguir, El Rodeo evidencia el desprecio general por los derechos humanos que va desde los cabilleros a sueldo hasta los jueces rastreros, pasando, justamente, por la indolencia en los retrasos judiciales de los presos o la negación su derecho a la rehabilitación.
Si consideramos que esta es una subespecie, unos quinientos muertos al año en cárceles, del colosal fenómeno de la delincuencia patria y sus más de diez mil muertos anuales, hay que concluir que sí, que el rojo es parte sustancial de nuestra divisa, que estamos entre los países con mayor vocación de criminalidad del mundo. ¿Será ésta parte de esa identidad tan cacareada por tirios y troyanos?, ¿O, dado lo negativo de la proposición, no valdría la pena buscar en una causalidad más racional y verificable la génesis de este fenómeno exclamativo? Por ejemplo practicar una hematología que nos revele en esa sangre derramada sin mesura cuánto hay de la palabra de odio que nos guía, de un sistema educativo que excluye a la mitad de los niños antes del sexto grado, de las casas no construidas, de los empleos destruidos, del dinero botado por la megalomanía, la macrocorrupción impune y el desvarío ideológico.
Si no lavamos esa sangre nos devorarán bíblicas serpientes y una inmensa mancha roja comenzará a velar el mapa de Venezuela.
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