Por: Fernando Rodríguez/TalCual
A estas alturas del vía crucis que ha vivido el país lo que debe sentir la mayoría de los venezolanos es una inmensa fatiga. El hastío de haber tenido que convivir tanto tiempo con el desvarío y la felonia. Y si alguna esperanza guarda es la de volver a la normalidad.
Ya no se trata, por ejemplo, de debatir si es mejor la socialdemocracia que el liberalismo, mucho o poco mercado, presidencialismo o parlamentarismo… todas esas alternativas parecen nimias en este momento y, de suyo, nadie las discute en serio. La mejor prueba de ello es la unidad opositora en la que conviven sin inconvenientes colores políticos muy disímiles. Es como el enfermo muy grave que ya no medita si las próximas vacaciones las quiere pasar en Río Caribe o en Chichiriviche. O si va a comprar, por fin, el teléfono inteligente y muy costoso.
Curarse significa, básicamente, que se recupere la posibilidad de argumentar, ejercer la racionalidad, para dirimir opciones y destinos. Así la razón tenga sus fragilidades y hasta sus monstruos. Digamos que aspiramos a ser un país, como hay muchos, digamos Chile o Costa Rica, para no irnos muy lejos ni muy arriba, donde las instituciones tienen cierta consistencia, las leyes no son letra muerta y el espectro político lo componen las tres o cuatro opciones, más parecidas entre sí que nunca, que quedan en este mundo después de los sismos y degollinas del pasado siglo y donde el sistema propicia que se alternen, buenos, regulares y torpes mandatarios sin demasiados aspavientos. Lo contrario de la primitiva desarticulación mental en que hemos vivido, regida por el irracionalismo, el despotismo, la arbitrariedad y el capricho perverso, engendro de la ignorancia y la falta de sentido de la realidad. Y de lo cual no vamos a dar ejemplos porque han sido y son el pan nuestro de cada día, durante años, la pesadilla crónica de la que no alcanzamos a despertar.
Y no nos engañemos, todo lleva a pensar que el amanecer tardará todavía. A lo sumo, a corto y a mediano plazo, si no hay grandes brincos sobrevenidos, lo que podemos aspirar es a ir moderando los extremos, entremezclando las aguas, sorteando los precipicios, restituyendo algunos focos de decencia, espaciando los sobresaltos y eso si hacemos el esfuerzo improbo de no dejarnos devorar completamente por la barbarie.
Todo ello supone, además, la decisión de ir hacia el intrincado y difuso paisaje de una relativa paz y un relativo sosiego que algunos, muchos a decir verdad, pregonan pero nada garantiza que no terminemos en cualquier otro lugar, hasta parecido a la última paila del infierno. Pero en el mejor de los casos no va a ser precisamente un vergel nacional lo que nos espera en un buen rato, tiempos de vacas flacas empaquetadas.
Sabemos que no suena muy entusiasta que se haga esta constatación, aunque parece obvia. Pero el camino de toda curación, dicen los psicoanalistas, pasa por la conciencia del mal que nos perturba y no la ignorancia y la represión de éste. Será, por lo tanto, una lucha que tiene una épica muy particular, donde sobresalen virtudes como la paciencia, la tenacidad, la firmeza, la astucia y un sentido muy realista de los límites de la humana contextura, ajeno a las hipérboles demagógicas de la retórica populista y a la felicidad enlatada de la publicidad y el consumo. Un gran reto para los venezolanos de hoy, posiblemente también para sus hijos, que a lo mejor termina por convertirnos en un país de verdad. No queda sino intentarlo.
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