Las recientes escenas sucedidas en la Asamblea Nacional deben llamar a profunda reflexión. No se desarrollaron en un botiquín, sino en la casa de la representación nacional. No fueron llevadas a cabo por unos aventureros, sino por voceros de la legislatura.
Una tribuna sin argumentos dignos de tal nombre, unos escaños dirigidos por los insultos y las vociferaciones, la ausencia de decoro en el centro del lugar en el cual debe resaltar la prudencia al servicio del republicanismo y como muestra de equilibrio, indican la degradación de una función fundamental para el mantenimiento de las instituciones.
En la medida en que los ojos de millones de espectadores, en lugar de percibir la existencia del civismo, se detienen en representaciones propias de un lenocinio, corren riesgo inminente los usos, los trámites y los principios de convivencia que la sociedad se ha dado para vivir en forma civilizada.
Sin embargo, no estamos ante el estreno de la película. Ya presenciamos un cuadrilátero en el centro del hemiciclo, cuando unos diputados de la oposición fueron agredidos por sus rivales, es decir, por guapos de barrio rojo rojitos. Nadie tuvo que esperar a que se escribiera la crónica del inesperado campeonato boxístico, porque la televisión no se cansó de repetir los detalles ante los perplejos espectadores.
Tal vez la perplejidad no se mostrara con idéntica contundencia ante el nuevo capítulo ocurrido este martes, pues se trataba de una segunda parte, del nuevo episodio de lo que amenaza con volverse función continuada y gratuita, pero es igualmente de extraordinaria gravedad.
Para descalificar al enemigo, oradores del oficialismo se inmiscuyeron en la vida privada de un funcionario de la oposición y llegaron a hacer denuncias temerarias sobre episodios que sólo incumben a quienes habitan o trabajan entre cuatro paredes.
Además, un diputado oficialista perdió los estribos y se lanzó a descalificar a un líder político opositor partiendo de sus supuestas inclinaciones sexuales, que juzgó, micrófono en mano, como evidencia de una perversión digna de un reto por el honor mancillado del pueblo. Llegaron a hablar de la existencia de una red de prostitución sin ofrecer evidencias, y no se guardaron de desembuchar palabras propias de una cantina de los bajos fondos.
Pero la reacción de los atacados no fue edificante. Si no más de lo mismo, algo parecido: balbuceos sin plataforma y retazos de oratoria deshilvanada, debido a los cuales no se encendió ninguna luz en medio de la oscuridad.
Se supone que en el Parlamento está representada la sociedad por sus voces más brillantes, por políticos ilustrados que seleccionan los partidos para que hablen por ellos y por los intereses de la patria. No aparecieron esos adalides en la sesión del pasado martes, sino los actores de un teatro desolador que descubre el crecimiento de una decadencia capaz de cavar la tumba de la república.
Cort. El Nacional
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