Por: Fernando Rodríguez/TalCual
Bien leído un presupuesto nacional es un estupendo retrato del gobierno que lo formula.
Allí están sus preferencias y deseos en numeritos muy precisos. Ayer veíamos cómo el del 2014 evidenciaba sus hábitos de tramposo crónico, reduciendo casi a la mitad el precio supuesto del petróleo, para hacer con la otra mitad lo que le venga en gana.
Y entre otras cosas centraliza el gasto en desmedro de las provincias y su relativa y necesaria autonomía, como buen déspota que es.
Hoy subrayaremos el descomunal gasto del Estado, mil y tantos millones de bolívares, para propaganda.
A los cuales habría que agregarle los 9 millones de dólares (multiplique por el negro) que gastará Maduro viajando por el mundo, como tanto le gustaba al Padre y que es otra forma de vender la imagen de la patria.
Esto, sin duda, muestra un rasgo que está en el corazón mismo del régimen: su infinita capacidad de hablar pendejadas sobre sí mismo, casi inversamente proporcional a su eficacia para hacer cualquier cosa en positivo para el país, para la suprema felicidad de su pueblo; como lo muestra la demolición lograda en casi todos sus ámbitos, desde la moral pública hasta los huecos de la última calle del más apartado pueblo.
Quienes hemos vivido estos tres lustros, al volver la vista atrás encontraremos infinitas estelas de palabras, de ritos, de mitos, de estrambóticos espectáculos, de insultos a granel, de mensajes mediáticos de todos los tenores, de símbolos en las vestimentas y las paredes, de misas rojas, de cultos a fantasmas, de consignas ciegas y letanías, órdenes y contraórdenes, de zalamerías y ridiculeces, de mentiras…
Palabras, palabras, palabras sin fin. Chávez contando interminablemente, durante horas, las minucias de su vida provinciana frente a las cámaras de TV, rodeado de focas sonrientes y sobreexcitadas que aplauden mecánicamente, podría ser uno de los arquetipos de esta época venezolana.
Como otras podrían ser las sacramentales y pueriles evocaciones de la religión patriótica llevada a la caricatura o a la profanación.
Nunca tuvimos un régimen más retórico que éste. Y esas montañas de discursos, entre otras cosas, sirven para suplir lo poco que se hace. Y para la necia e imposible tarea de cambiar las ideas y los sentimientos republicanos del pueblo, para hacerlo militarista, sumiso y fetichista de la historia trastocada.
Fiel a ese designio el Sucesor ha retomado la tarea y ha dispuesto los dineros para continuarla. Esa parece ser su mayor desgracia.
Su ADN no tiene ni la capacidad verbal, ni la delirante imaginación, ni las dotes histriónicas, ni la arrogancia de su antecesor.
Pero él ha decidido ser su réplica, su doble y de allí probablemente nadie lo podrá mover. Ni siquiera la evidencia del fracaso en su papel de doble.
Y nosotros, receptores de esa artillería mediática, tendremos que soportar, de alguna forma nos tocará, el poder expansivo de esos mil millones y nos hará irritar, sofocar o sonrojar.
Cosas veremos en esos viajes en que la nación saldrá malherida, como ayer que dijo que Europa y Estados Unidos repudian la felicidad y por eso se burlan de su ya famoso viceministerio.
Plata no hay para muchas cosas vitales y cada vez habrá menos, pero sí mucha para la verborragia y las ceremonias, porque si no qué podría vendernos el titiritero revolucionario. Los presupuestos hablan, realmente.
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