N o hay proposición más reiterada cuando se habla de éxitoo, al menos, de sobrevivencia en el mundo globalizado, que aquella que señala que el arma mayor para tales fines, más que los dones de la naturaleza o las dimensiones de la estructura productiva de un país, es la formación intelectual de sus ciudadanos. La tan mentada sociedad del conocimiento, todo un paradigma.
Y en los análisis de América Latina se señala reiteradamente como una de las grandes rémoras en su acceso al desarrollo la mediocre calidad de su educación. No es por azar que Brasil, entre las diez grandes economías del mundo, gasta hoy inéditas sumas en el desarrollo de la investigación científica y tecnológica, hasta el punto de que científicos del primer mundo migran hacia ese país por las condiciones óptimas que les ofrece para su quehacer.
Este desgraciado país nuestro pudiera ser el modelo de lo que no se debe hacer con las neuronas colectivas. Todos los limitados avances que habíamos logrado hasta los años noventa en la ciencia, la cultura y la educación se han deshecho, pasto del culto a la ignorancia, la demagogia y el provincianismo propios del populismo militarista.
¿No hicimos del mérito un reprobable vicio elitista? Pues bien, estamos cosechando los frutos de ese desprecio de la inteligencia y el saber que necesitábamos como el oxígeno para salir de las garras del subdesarrollo. Baste pensar en los centenares de miles de profesionales que han emigrado, y que lo seguirán haciendo mientras esto dure, seguramente de lo más valioso que habíamos formado. Recordemos igualmente, como tan bien ha precisado el experto Jaime Requena, que nos hemos quedado con un millar de científicos que merezcan ese nombre.
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