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Muhammad Alí celebra junto a su familia en su ciudad natal, Lousville. El hombre que nació como Cassius Clay, se “liberó”, y se convirtió en el primer boxeador en consagrarse tres veces campeón del mundo entre los pesos pesados. Aquí, un recuerdo con sus mejores peleas.
Muhammad Alí, acaso el deportista más grande de todos los tiempos, cumple hoy sus primeros 70 años de vida, rodeado de familiares y amigos, en su ciudad natal, Louisville, estado de Kentucky.
Nació como Cassius Clay, nombre “esclavo” según su propia consideración, un 17 de enero de 1942. Fue el primer boxeador en consagrarse tres veces campeón mundial entre los pesos pesados.
Pero su condición de “más grande” deportista entre todos los que lo precedieron y lo sucedieron estriba en el hecho de que Alí modificó la manera de entender lo contextual. Fue un adelantado y comprendió antes que nadie el entretejido de relaciones entre la difusión de su actividad y la participación de los distintos soportes periodísticos.
Además, Alí resultó el primer protagonista del deporte que “se plantó” a las corporaciones, al poder establecido. En este caso, al Ejército de su propio país, cuando se negó a ir a la guerra a Vietnam, allá por 1967.
Por aquellos años, Clay (tal como se lo conocía por esos días) ya había disfrutado de las mieles del éxito y se había consagrado campeón del mundo, tras derrotar a Sonny Liston, por nocaut, en febrero de 1964.
Alí no sólo rehusó ir a combatir a territorio asiático sino que argumentó los motivos por los cuales no concurría: “Ningún pacifista puede alentar la guerra”, dijo, cuando ya había abrazado la religión musulmana y los líderes negros Malcolm X y Elijah Muhammad se erigían en sus guías o paradigmas.
El Estado norteamericano respondió como se presumía que lo haría: le retiró el título del mundo de los pesados, la Justicia lo condenó a cinco años de prisión en suspenso y la prensa lo fustigó con dureza, cuando tiempo antes había reconocido sus cualidades de boxeador.
“Yo soy negro, qué me puede ocurrir? Si temo ir a prisión? Cómo voy a temer si hace 400 años que la gente de mi raza no es libre?”, desafió Alí, para dar cuenta de las persecuciones racistas que sufrían los negros en los `60, con el Ku Klux Klan vigente y los Estados Unidos en “ebullición pura”.
Esa declaración fue, quizás, el primer eslabón de una cadena sustentada en la coherencia y en la fortaleza de sus convicciones.
Trabajó como nunca para recuperar el cetro mundial que le pertenecía (“Odio el entrenamiento, pero me digo sufre ahora y vivirás el resto como un verdadero campeón”, aseveró) y en la ex Zaire (hoy República Democrática del Congo), en el corazón de una Africa indómita, en octubre de 1974, tuvo su chance y no la desperdició.
En una ciudad de Kinshasa convulsionada por el acontecimiento de “recibir una pelea de campeonato del mundo de los pesados”, Alí volvió a ser `Rey`, cuando venció por nocaut en el octavo asalto a George Foreman, desplegando sobre el cuadrilátero parte de ese arsenal boxístico que identificó su carrera: capacidad para pegar aún en retroceso, el juego de piernas necesario para bailotear sobre el ring como ninguno y esa justeza para colocar golpes potentes que minaban las resistencias de los rivales.
El público congoleño lo adoptó como ídolo porque vio qué él “mejor que nadie” iba a convertirse en “el protector de los derechos de los negros”. El ya mítico grito “Alí Bomayé!” (“Alí matalo”, la traducción) atronó en el estadio 20 de Mayo, colmado por más de 100 mil personas, con el dictador Mobutu Sese Seko como testigo privilegiado.
Con su mentor y maestro Angelo Dundee en la esquina, Alí desplegó un plan de pelea perfecto: desgastó a Foreman, lo cansó y lo tumbó en el octavo round. Cuando las cámaras de la TV lo enfocaban, una vez consumado el triunfo, repetía a quién quisiera: “I`m the Greatest” (“Soy el mejor”).
Disputó 61 peleas y ganó 56 (37 de ellas por la vía rápida). Entre sus vencidos figuraron el argentino Oscar `Ringo` Bonavena, a quien superó por nocaut en el decimoquinto asalto, en el Madison Square Garden de Nueva York, allá por diciembre de 1970.
Ya retirado y con el mal de Parkinson que afecta hoy su cuerpo y su andar, Alí tuvo un reconocimiento de los estamentos oficiales de su país que tiempo antes lo habían combatido con suma fiereza. En 1996, la organización de los Juegos Olímpicos de Atlanta lo eligió para encender el pebetero y declarar inaugurada la competencia. Una distinción tardía.
Otro reconocimiento llegó en 1997, en Hollywood, cuando el documental “When we were Kings” (“Cuando eramos reyes”), de Leon Gast, obtuvo un Oscar.
El film, basado en la épica pelea que protagonizó con Foreman en Kinshasa, fue galardonado y allí estaba él, junto a George, ahora transformado en “mi amigo”, tal como aseveró.
Con dificultades por la enfermedad que aún hoy lo aqueja, Alí subió al escenario, agradeció y descerrajó la frase que todos querían escuchar: “Todavía sigo siendo el más grande”. La concurrencia asintió y respondió con una sonora carcajada.
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