Sin embargo, Maduro se toca con un sombrero alón y adopta el continente grave de un daguerrotipo en el que, digamos, el general Joaquín Crespo, posase con el alto mando de la revolución de 1892 poco antes de la acción de Mata Carmelera
IBSEN MARTÍNEZ/TalCualDigital
La semana pasada publiqué un artículo que suscitó en el chavismo un vendaval de mentadas de madre televisivas y una verdadera paliza virtual, propinada anónimamente a este servidor gracias a las llamadas redes sociales. Afortunadamente para mì, los porrazos hasta ahora sólo han sido virtuales y las amenazas a mi integridad personal no se han concretado.
La tradición periodística occidental recomienda no dejar pasar la ocasión, responder con otro artículo que deje ver cuán inútiles son las intimaciones a callar porque el aborrecido está ganado para la causa de la libertad de expresión y nada ni nadie logrará etcétera, etcétera.
La verdad, si bien no me siento en absoluto acobardado, debo admitir que los denuestos de Mario Silva , los tuits de Jorge Rodrìguez y el esfuerzo conjunto de la docena de malentretenidos que colmaron mi buzón de voz con la promesa de sodomizarme y exhortaciones a abandonar el país han logrado disuadirme de escribir sobre lo que pasa en Venezuela.
Al menos por una vez debería ocuparme de asuntos menos lacerantes para la tan jaleada "dignidad revolucionaria". Pero, ¡ay!, no puedo prometer nada porque la oferta de temas para la irrisión que ofrece el chavismo sin Chávez es demasiado suculenta, hasta para el talante más desaprensivo: ahí tiene usted, por ejemplo, la estampa llanera que la televisión gobiernera brindó en estos días: un Nicolás Maduro tocado con un sombrero de ala ancha, sentado justo en el medio de un semicírculo de seguidores, entre quienes se encontraba un militar en traje de faena. El grupo estaba, a su vez, en un reventadero de sol cuya inclemencia era apenas mitigada por una carpa.
Un árbol llanero y una hamaca brindaban el toque justo de galleguiano telurismo. ¡Ah, el sombrero de Maduro! Lo hemos visto en más de un desfile "cívico-militar", multiplicado en las cabecitas de innúmeros reclutas caracterizados de llaneros de Páez .
Es un modelo que, desde luego, nadie usa ya: no es invención mía que el tocado llanero por excelencia sea desde hace muchos años la simpática y demótica gorra de pelotero.
Sin embargo, Maduro se toca con un sombrero alón y adopta el continente grave de un daguerrotipo en el que, digamos, el general Joaquín Crespo, posase con el alto mando de la revolución de 1892 poco antes de la acción de Mata Carmelera.
Imagino que Maduro se pone ese sombrero para mejor subrayar el cariz campesino de la "misión" que, sin duda, estaba anunciando. Para ello incurre en tan simbólico anacronismo: este genuino astro de la impostación se disfraza de Ezequiel Zamora y se sienta bajo un merecure a perorar ante las cámaras para que nadie dude de su compromiso con la causa de borrar de la faz de Venezuela todo vestigio de latifundismo. Esto último es solamente lo que presumo que decía Maduro, disfrazado de Maisanta.
No puedo asegurarlo porque el monitor de la sala de redacción en que lo vi no tenía puesto el volumen, pero el efecto logrado era muy descorazonador: todos los circunstantes tenían cara de pena ajena, no sé si me explico. Cara de "cuando terminará esta vaina", cara de cuarenta grados a la sombra. En especial, el alto oficial de la fuerza armada.
Con todo, no abrigo la menor duda de que Maduro ganará las elecciones. ¡Ugh! ¿Qué he dicho? ¡Ahora serán los entusiastas de Henrique Capriles quienes me lapiden con sus tuits! Ya me parece estar leyéndolos: "¡Derrotista, escribidor de culebrones, ¿quién te estará pagando?" En fin, a lo hecho pecho: decía que pienso que Maduro ineluctablemente ha de ganar las elecciones del 14 de abril porque uno de los aportes culturales del chavismo a la antropología del colectivismo latinoamericano, con o sin Chávez, ha sido "conectar" la cursilería ambiente.
Hablo de esa cursilería basal del pueblo venezolano que nos ha dado, entre otras manifestaciones, a Lila Morillo y , en un plano más astral, a María Lionza. Y lo está haciendo estupendamente bien; su desempeño como monigote designado por el Nunca Bien Llorado para llevarnos al socialismo del siglo XXI es sencillamente impecable.
Uno lo ve allí, con su sombrero alón y su bigote y el ceño fruncido , rodeado de personeros muy compenetrados con su tarea histórica y, llevado de descaminadores reflejos intelectuales propios de la élite blanca y eurocentrista, piensa: "Esto es realmente lastimero, esto carece de imaginación, esto es el colmo de la ramplonería".
Y, puesto a pensar de este modo, puesto a estirar esa opinión esteticista y pequeñoburguesa, puede llegar a pensar, como lo expresan algunos analistas, que la estampa llanera deja ver alguna debilidad, algún nerviosismo preelectoral. Pero no es así. El hombre del bigotazo y el sombrero alón es espejo y guía de los desposeídos venezolanos. Los interpreta a cabalidad.
Se merecen los unos a los otros y por eso prevalecerán. Y dicho esto, queridísimo Jorge Rodrìguez, envío mi artículo a Talcual y me dispongo a escuchar un quinteto de Himdemith y a leer un poquito más de Christopher Hitchens.
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