Por: Fernando Rodríguez/TalCual
Se puede, se debe, dar una versión prosaica (sin lagrimones ni invocaciones necrófilas o anismistas) de un dilema capital para la inmediata elección presidencial sobrevenida. Digámoslo de la manera más simple: el difunto Hugo Chávez, caudillo único del proceso que vivimos desde hace tres lustros, logró acumular personalísimamente un capital electoral considerable, más de la mitad de los votantes según el último balance.
Su sucesor designado, anodino como los demás “lideres” revolucionarios anulados por el Único, necesita de ese legado, a cualquier precio, para ganar la justa presidencial de abril. Para lo cual ha llegado a sacrificar hasta su identidad personal y a tratar de convencer de que él es un clon o un fantasma del que se fue. El candidato es Chávez, no hay duda.
Ahora bien, una de las líneas mayores de sus oponentes, es negar esa estrambótica postura, “Maduro no es Chávez” gritaba un enardecido grupo de estudiantes y llamaba a los chavistas a desconocerlo; y Capriles ha tratado de demostrarlo de las más diversas maneras. Hasta aquí el asunto parece claro. Lo que enreda el papagayo es que para lograr ese objetivo, la oposición subraya las virtudes, dotes e inocencias del Gran Jefe, contrastantes con la insignificancia, torpeza y mala índole del sucesor, responsable ya de unos cuantos desmanes de su propia cosecha. Lo que de alguna forma hace coro al proceso, descomunal, de glorificación y santificación que el oficialismo hace del “desaparecido” que continúa viviendo en todos sus seguidores (“yo soy Chávez”, “todos somos Chávez”) y, por supuesto y eminentemente, en el Ungido.
Lo cual tiene algo, solo algo, de coherencia en la medida que ciertamente el innegable carisma de Él poco tiene
que ver con la falta de músculo del desgarbado doble. Pero se asoma, igualmente, una cierta lógica no muy saludable, el sugerir crecientemente que, en el fondo, Chávez era mejor, por no decir bueno y sensato, comparado con el torpe y malvado candidato que es el que hay que vencer realmente. Aquí comienzan las confusiones y los enredos posibles.
Un ajedrez bastante peligroso. En este caso podría suceder que si en buena parte Maduro consigue la anhelada encarnación, la exaltación sentimental glorificadora no se extingue con la premura del caso que es mucha y, por si fuera poco, nosotros contribuimos involuntariamente a su siembra, el resultado pudiese ser muy contrario al esperado. Con el agravante de que, a lo mejor, desmovilizamos a algunas de nuestras huestes que además de ser antimaduro son antichavistas hasta en el páncreas.
Una mitad de los venezolanos, grosso modo, ha considerado durante ya muchos años no sólo que el gobierno de Chávez era malo (los gobiernos tienden a ser considerados malos, mientras son gobiernos al menos, como los recaudadores de impuestos, los árbitros de fútbol o las suegras) sino abominable, invivible, el peor de todos los conocidos. Y mire cuánto hizo por salir de él, lo correcto y lo incorrecto, y las lágrimas de sangre que le ha costado. Y es probable que no quiera a Maduro, ante todo, porque es hijo de Chávez, a pesar de que en verdad éste ha hecho lo suyo por lograr enemistades.
La línea recta es la distancia menor entre dos puntos. Y no es desechable una política electoral más directa que englobe los nuevos males y los objetivos actuales con el inmenso caudal de horrores que hemos padecido en este largo tranco de nuestras vidas. Si se juega por bandas, por favor, hacerlo con mesura y con mucho tino.
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