Siguiendo el estilo de su mentor, el señor Maduro se ha afanado en pregonar la existencia de un gobierno cívico-militar. La fuerza armada y el PSUV, en unión indisoluble, llevan a cabo la regeneración de la sociedad.
Todos nos sabemos el discurso de memoria, pues los voceros del régimen se han encargado de machacarlo hasta el cansancio pese a que sus fundamentos se alejan del contenido de la Constitución Nacional y de lo que el país ha entendido por convivencia democrática desde el derrocamiento de la dictadura del general Pérez Jiménez. Es un punto digno de discusión, pero de momento parece oportuno detenerse en la escaramuza nocturna ocurrida hace dos días en las proximidades del Palacio de Miraflores.
¿Qué sucedió en la vecindad de la sede presidencial? ¿Qué vimos en una zona de máxima seguridad, habitualmente caracterizada por la calma chicha que impone el miedo a las bayonetas y a los fusiles? Nada menos que una manifestación integrada por un nutrido grupo de soldados, excombatientes del 4-F, que se presentó a las puertas de Miraflores a reclamar sus derechos burlados.
Quizá, piensan algunos sin esgrimir razones, deberían haber portado la debida autorización del alcalde Rodríguez, pues de otra manera no se hubiera llevado a cabo esa guarimba en Miraflores porque el alcalde las ha prohibido expresamente una y mil veces, por prensa, radio y televisión.
Llama la atención que no era un grupo cualquiera de soldados: los “originarios”, los sembradores del primer arbolito, los que llevaban las tres raíces en la mochila, los seguidores de Hugo Chávez en la intentona golpista del 4 de febrero de 1992. Pues resulta que les deben las prestaciones y los derechos de ascenso ordenados por el propio comandante cósmico en disposición fechada en 2012. Resulta que fueron echados al olvido, a pesar de que quisieron ser sembradores del nuevo samán de Güere de la patria.
Resulta que otros, más afortunados, más avispados o más cercanos a la ubre roja-rojita, como los oficiales Cabello, Carreño, Chacón e Isea, no tenían necesidad de un plantón frente a Miraflores porque ya habían pasado por taquilla y porque, en algunos casos, habían merecido el honor de subir en el escalafón militar.
Sabemos que en materia de promesas no le ha ido bien al régimen revolucionario, pero pensábamos que en área militar, mimada desde su entronización, las cuentas estaban claras para que todo fuese amor y colaboración. Descubrimos ahora lo contrario, nada menos que en una de las facetas a la cual más debía el comandante cuando se lanzó a la aventura que terminó por llevarlo a la cima.
Los apóstoles con nombre y apellido cobraron su hazaña, aunque en principio no dieron pie con bola; pero los otros, los apóstoles anónimos, los generosos y crédulos muchachos de la tropa que estrenaban un brazalete tricolor, no han tenido ni para el pan ni para la sal. A la hora de analizar la justicia de la cual se proclama ejecutor el chavismo, conviene tomar en cuenta el episodio.
También cuando se consideren las furias que levanta cada vez con más ahínco Maduro. Hasta hoy las reacciones de oposición y repulsa se habían generado en el seno de la sociedad civil, pero ahora se abonaron y crecieron en la parcela militar. Aquello de la enfática unión cívico-militar queda en entredicho, por lo tanto.
Hemos presenciado un grito de soldados, un alarde de individuos formados y crecidos en los cuarteles, un malestar que sale del centro de una familia que parecía unida por la disciplina de su formación y por su reverencia invariable hacia el comandante supremo. No hay peor cuña que la del mismo palo, dice el refrán, y esta cuña creció lentamente en la madera del árbol otrora imponente, hasta mostrarse ante la vista del país entero.
Fuente: El Nacional
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