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Ciertamente los brasileños continúan apegados a su afición, pero no tanto como para confundir la dureza de la realidad y los desencantos de la política con el trofeo de la FIFA (esa organización con más misterios, zancadillas y jefes que la película El Padrino), ni como para sentir la existencia del paraíso mientras viven un infierno provocado por las ínfulas de unos líderes irresponsables y superfluos, con Lula, ese vendedor a domicilio de las multimillonarias empresas de su país, que jugaron adelantado en la echonería de formar parte del club de los países más poderosos de la tierra. Los resultados están a la vista: una gran escenografía que oculta la pobreza y hace invisible a los sin tierra.
Las penurias tropicales se han impuesto a la vitrina construida de prisa por el anterior mandatario para retratarse en el grupete de los reyes y los magnates. La verdad de una injusticia cada vez más creciente, la magnitud de la falsedad de una revolución de paños calientes y la carga de una corrupción galopante en los círculos más encumbrados del poder (prueba de la cual se advierte en los dispendios y las exhibiciones de un hijo del antiguo obrero José Ignacio convertido en supermillonario), se han impuesto frente a la fantasía de once paladines que representan a una nación feliz mientras se dedican a meter goles.
La presidenta Dilma fue recibida ayer a su entrada al estadio de fútbol en medio de una bronca estrepitosa. La representante política de los obreros y de los sindicalistas fue objeto de una pitada olímpica, cuyo vigor impidió, para suerte de Dilma, que se escucharan los improperios e insultos que le lanzaba el pueblo.
El pueblo dejó entonces de ser un simple aficionado para asumirse como ciudadano consciente, no quiso presentarse como el seguidor de la canarinha que habitualmente ha sido, para levantar lanzas contra el mal gobierno. Difícilmente se puede presenciar un rechazo tan enfático de las multitudes, debido a que se realiza ante los ojos del universo en un país que mantendrá la atención durante un mes debido a la realización de un evento deportivo de incumbencia general.
Estupenda ocasión, no solo para acabar con el estereotipo de un pueblo feliz que jura por los botines de Pelé adorados en un sagrario y por los calcetines de Falcao convertidos en reliquia, sino también para poner en su lugar a una caimanera de gobernantes improvisados aficionados a los dineros públicos, que ni siquiera han sido capaces de terminar los estadios en cuya cancha se libra el campeonato desde el ayer la copa del mundo.
Pero, más evidente que el hecho de los estadios inconclusos y de las obras a medio hacer, está el abandono de una sociedad a la cual se ofreció el oro y el moro para hacerla grande y justa, para sacarla del submundo y llevarla hasta el Primer Mundo. No hay circo capaz de sostener una patraña semejante. De allí la repulsa provocada por la presencia de la presidenta Dilma en el estadio, que es también una repulsa contundente contra Lula, su predecesor y mentor.
Fuente: El Nacional
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