Algunos de los más reputados observadores de la política colombiana coinciden en esto: la campaña electoral que enfrentó a Juan Manuel Santos y a Óscar Iván Zuluaga deja profundas heridas en Colombia.
La hondura y magnitud de las mismas plantea la pregunta de si la dirigencia y la sociedad colombiana están o no dispuestas, de aquí en adelante, a buscar los modos de atenuar y sanar, en la medida de lo posible, esas heridas. Porque de no hacerlo, la polarización continuará hundiendo sus garras en un país que, en las últimas décadas, ha logrado avances extraordinarios en su crecimiento económico y en la distribución de la riqueza. Colombia, además, y nadie debería olvidar esto, es vital para la gestión futura de la paz en toda América Latina.
Que el esfuerzo por alcanzar la paz con la FARC, en el llamado proceso de La Habana, haya adquirido tal protagonismo, más allá de las posiciones de los candidatos, pone de manifiesto, una vez más, algo que los venezolanos conocemos muy bien y padecemos todos los días: el castrismo mantiene viva una política para todo el continente, que tiene como objetivo dividir a los países. Alentar las brechas. Hacer que sus factores aliados, en este caso la guerrilla asesina y narcotraficante, se convierta en el protagonista principal del debate. El resultado de las elecciones de ayer ha arrojado un ganador y un perdedor. Pero este resultado es solo uno de los que produjo la campaña electoral. El otro ganador es el régimen castrocomunista, que logró mantener el vilo a los electores colombianos durante meses.
La tendencia a la polarización, que fue un signo de la política colombiana, y que parecía haberse debilitado en las últimas dos décadas, parece estar de vuelta, pero repotenciada con el recurso de la guerra sucia legal-mediática. Entre los muchos retos que tiene en sus manos la dirigencia colombiana hoy, uno de los más urgentes es el de evitar el uso de recursos opacos y destructivos para la solución de los asuntos públicos.
El otro aspecto fundamental se refiere a la cuestión de qué ocurrirá con las víctimas de la violencia armada en Colombia. Se trata, sin lugar a dudas, de un problema de extraordinaria complejidad política, legal, económica e institucional. Es posible que no haya una posición al respecto que sea justa para todas las partes. Arriesgar una opinión equivale, de alguna manera, a equivocarse. Pero la cuestión de convertir el derecho de las víctimas, no solo en una política de Estado, sino en materia de un consenso nacional, luce como una cuestión prioritaria. En relación a la mayoría de los países de América Latina, Colombia ha avanzado en el debate del reconocimiento de las víctimas de la violencia. Tiene ahora mismo una oportunidad preciosa: que ese reconocimiento, más allá de la cuestión de quien fue el agresor, ocurra no sólo en el plano económico y social, sino también en el plano simbólico y cultural.
Fuente: El Nacional
No hay comentarios:
Publicar un comentario