Por: Fernando Rodeíguez/TalCual
Centenares de miles de compatriotas han abandonado Venezuela en la medida en que ésta se ha ido derrumbando materialmente y pudriéndose institucional y moralmente. Es casi seguro que ese ritmo se acelera y se acelerará en esta fase catastrófica que atravesamos y que augura días todavía más oscuros. Esa diáspora es uno de nuestros más dolorosos traumas nacionales.
Como se sabe, en términos generales se trata de un fenómeno básicamente de clases medias, es decir, de grandes segmentos de su élite profesional y académica, mayoritariamente joven.
Lo que hace más significativa la pérdida, porque el país ha invertido mucho dinero y esfuerzos en su formación y es lamentable que den sus frutos en otros cercados y, en consecuencia, priven al país de los cuadros imprescindibles para su desarrollo.
Basta echar un vistazo a nuestras universidades para ver cómo se desmoronan, perdiendo sin tregua muchos de sus moradores más valiosos. O las escalofriantes cifras hechas públicas sobre la incesante y creciente migración de médicos nacionales hacia el exterior.
Sin duda, es un fenómeno muy complejo y su causa mayor y más flagrante es la barbarie que populistas y militares ignorantes y rapaces han implantado en el país, que va desde la falta de un futuro promisorio o la ausencia de condiciones dignas de trabajo hasta la presencia de una cotidianidad insoportable, donde entre otras cosas la criminalidad acecha en cada esquina. Mas no se puede dejar de aludir al mundo globalizado en que vivimos, interconectado como nunca y el concomitante debilitamiento acelerado del concepto de nación, que conecta con la tragedia nacional.
Quien se ponga a observar el perfil, la concreción, de los nacionales que se van, muchos de los cuales son nuestras familias, amigos o vecinos, sin duda encontrará uno y mil matices diferenciadores. Causalidades que van desde verdaderos imperativos de sobrevivencia, material y anímica, a la preservación de privilegios y ambiciones.
Pero a lo que queremos llegar es a la problemática “espiritual” de la cuestión. Que al menos tiene dos vertientes. Una afectiva, que gira en torno al apego a la tierra natal, a cierta secuencia existencial, a los afectos irremplazables, a la infancia, a los ancestros, al Ávila soberbio y protector. Pero dejemos esa de lado.
Exactamente lo que queremos subrayar es algo que muchos se plantean ante la alternativa de irse o quedarse y que llamaríamos moral. Dicho esquemáticamente, ¿es indiferente partir, cuando se puede y se elige, romper el compromiso con este cielo y estos lugares propios, la memoria arraigada, la causa común y ello por una mala hora que podríamos ayudar a revertir, al menos con nuestra sola presencia solidaria? Nosotros diríamos una única cosa ante ese complejo dilema que asedia a tantos: por lo pronto, no nos interesa, no creemos atinado, juzgar a los que se van y sus innumerables motivos, válidos o fútiles.
Pero sí quisiésemos afirmar algo que nos parece justo: hay una gallardía ética cierta en los que eligen quedarse y resistir no por otra razón que por estar donde se debe, en la circunstancias que nos depara la historia o, mejor, el destino. La vida vivida, la más nuestra, amada y sufrida, colectiva e intransferible. Es bueno decirlo en medio de esta ceremonia de adioses, para sentirse orgullosos de una lealtad que enaltece al que la asume, al que apuesta a permanecer.
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