Como en uno de los tantos juegos del Mundial de Fútbol, el gobierno trata a la Constitución nacional como si se tratara de un balón y, por tanto, le cae a patadas cuando le da la gana. Lo insólito es que para esta desgracia constitucional el Ejecutivo utilice los poderes y los ensucie como si fueran simples trapos caseros de limpieza.
Lo que más sorprende al ciudadano es que muchos de los integrantes de los otros poderes pasaron por la universidad, llevaron a cabo maestrías e incluso obtuvieron doctorados que, de alguna manera, deberían haber sembrado en ellos firmes principios que condujeran sus pasos por el buen camino de la honestidad y la justicia.
Lo que nadie puede entender es qué motiva a estos señores respetables en su trayectoria docente y en su vida privada, a lanzar por la ventana el honor y la decencia prestándose a jugarretas políticas y acciones partidistas prohibidas tajantemente por la Constitución. Cuántas veces un trabajador, un empleado, un profesor o un profesional de bien ganada fama ha renunciado a su cargo porque no comparte una medida deliberadamente maliciosa dirigida a perjudicar a alguien o que contraviene los principios básicos del honor y la verdad.
Recientemente, más de una veintena de periodistas renunciaron a sus cargos cuando se les intentó coartar su derecho al libre ejercicio e imponerle una línea política contraria a sus principios profesionales. Pero en los diversos poderes que constituyen la base constitucional del Estado no se nota un comportamiento parecido, apenas una voz o dos salvan y razonan sus votos. Del resto se pasan la carta magna por donde mejor les conviene.
Ayer, por ejemplo, un tribunal (no importa cuál porque todos son iguales en su obediencia al Poder Ejecutivo) de la zona metropolitana ordenó procesar al ex alcalde de San Cristóbal, la capital del Táchira, Daniel Ceballos, quien fue lanzado a un oscuro calabozo en una cárcel militar, como si no fuera un ser humano y no mereciera el debido respeto por ser una autoridad civil electa por los votos de los tachirenses.
Ante estos atropellos, los venezolanos honestos se preguntan si las autoridades de hoy no recuerdan que en los años sesenta, los de la cuarta república, se persiguió y aplicó la justicia militar contra diputados, senadores y concejales desconociendo su condición de parlamentarios y ediles escogidos por el voto democrático.
Cabe comparar, para refrescar la memoria histórica, a fiscales, jueces, magistrados y carceleros de hoy con los de Pérez Jiménez y los de la cuarta república. Vale la pena el ejercicio porque un Estado que quiere y predica el mejor de los mundos para los venezolanos no puede adoptar las indignas prácticas del pasado. Al contrario, su deber es desterrar los procesos que ensuciaron y dañaron la esencia de esas instituciones.
Los magistrados del Tribunal Supremo deberían mirar de vez en cuando hacia el Cuartel San Carlos, que está muy cerca de la sede de nuestra máxima instancia de justicia, y jurar que nunca más un civil puede ser encerrado en una cárcel militar ni ser impedido de ejercer sus derechos como ciudadano.
Hay que recordarle a la Fiscalía y a los jueces que un privado de libertad sólo pierde la posibilidad de transitar libremente, pero sus demás derechos como ciudadano siguen incólumes. De manera que impedir las visitas, interferir en sus comunicaciones con los familiares, imposibilitar atención médica y otras medidas de coerción son absolutamente ilegales.
Además constituyen un delito flagrante que no solo debe ser castigado sino que mancha para siempre la reputación y la honorabilidad profesional y familiar de quienes incurren, a conciencia desde sus posiciones de poder, en semejante atropellos.
Cort. El Nacional
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