Voy a insistir en la reflexión de Chávez cuando recientemente pidió perdón por los errores cometidos desde el Gobierno, sobre todo ahora que estamos en la antesala de un proceso electoral. Basta con sumergirse en el mar de la propaganda oficial, personalizada en el líder, para concluir que la meta planteada es minimizar la opción opositora a la AN. En el campo revolucionario cobra fuerza el criterio según el cual la oposición de obtener siquiera una tercera parte de la Asamblea, estaría en peligro la base legal donde se cimenta la revolución venezolana. Particularmente no coincido con ese enfoque, por lo contrario pienso que la oposición en la AN alentaría la dinámica de un proceso que desde el 2006, bajo consignas sin fuerza, se viene desplazando como un inmenso paquidermo.
Hay una expresión de Lenin que considero pertinente: “El enemigo que venga a la mesa a que discuta, pero si conspira lo sometemos”. Para mí la discusión no debe girar sobre el punto anterior sino dilucidar si el proceso sigue una definición revolucionaria. Si me preguntaran ahora respondería con un tajante no, fundamentado en el detalle sin necesidad de recurrir a las descoloridas memorizaciones de los manuales revolucionarios. Pienso que este proceso carece de una conciencia de clase revolucionaria que se refleja en la despolitización de la propia clase obrera, hoy absolutamente desmovilizada y sustituida paradójicamente por lo que podríamos definir como el lumpen proletario de la sociedad venezolana. Neutralizado por las mafias sindicales y huérfano de un partido de clase, el proletariado criollo es sólo un convidado de piedra al que se recurre para llenar los espacios de las concentraciones del PSUV. Históricamente está demostrado que sin la clase obrera no hay revolución socialista exitosa. La falta de conciencia de clase revolucionaria alienta las omisiones cometidas en Venezuela, por lo tanto, por el bien de la revolución, es obligado señalar esas enajenaciones ahora, a tener que hacerlo después, para cuando no haya remedio. Estas líneas pueden disgustar a los “arquetipos” de la revolución, pero expresarlas me hace estar en paz con mi conciencia. Soy revolucionario y lo seguiré siendo, que nadie se llame a engaños. Particularmente repruebo a quienes son “elásticos” por conveniencia. Vienen tiempos difíciles y no me asombraría ver a no pocos de los que ahora se rasgan las vestiduras como beatas de la revolución, pasarse de campo sin rubor alguno. Hoy más rápido, cuando conocen la debilidad del poder cuando de galardonar conversos se trata. Podría decir “Dios quiera que no”, pero los deseos no empreñan. Hay serios indicios de que estamos ante un inminente colapso porque la economía ha quedado al capricho de una élite universitaria desclasada, divorciada totalmente de nuestra realidad, ensayando modelos moribundos. La improvisación está a la orden del día como si no tuviéramos a la Cuba revolucionaria de comienzos de los 60 como ejemplo, cuando la irreverencia de un Fidel inmaduro le dio al Che la potestad de dirigir la política económica en un momento inoportuno. Cada día son mayores las contradicciones sin resolver, basta ver cómo el Gobierno hace alarde de la riqueza acumulada por los bancos en los últimos diez años, alentando la actividad especulativa por encima de la productiva. Sin teoría revolucionaria no hay práctica revolucionaria y nuestro proceso carece de la teoría; sin embargo, para mayor responsabilidad, el caso venezolano no es original, tiene sus similitudes con otros procesos ocurridos en el mundo donde la teoría marxista fue letra muerta a la hora de un cambio revolucionario. El verdadero Estado revolucionario ha podido presentarse en el Chile de la década de los 70, pero precisamente la tendencia radical de la clase media etiquetada de revolucionaria se impuso sobre el proletariado chileno dejando a ese país indefenso antes las fieras amaestradas de Pinochet. Es así como la ultraizquierda es la primera responsable del ascenso de los gorilas. En Venezuela la situación es igual de preocupante porque se asume que el fin justifica los medios, individualizando la estrategia del poder. En realidad no tendría por qué sorprendernos si admitimos (sin caer en la práctica obrerista muy común en los partidos comunistas de siempre) que la composición de nuestra dirigencia revolucionaria es pequeño burguesa, como lo fueron los casos cubano, chileno y nicaragüense. Definitivamente, la obstinación en ir por encima de cualquier circunstancia, aun cuando se esté en cuenta de los sacrificios innecesarios, es una tendencia de las clases medias. Los ejemplos sobran. El pequeño burgués no entiende que la revolución no requiere de inmolaciones. El Che llegó a refutar la calificación que le hicieron de aventurero afirmando que sí era “aventurero, pero de los que arriesgaban el pellejo para demostrar sus verdades”. Lo cierto fue que el Che acudió al paredón de fusilamiento prácticamente de manera voluntaria en La Higuera, sin poder demostrar cuál era su verdad. En la antesala de su ajusticiamiento llegó a tener cierta lucidez y le pidió a sus captores que no lo fusilaran, advirtiéndoles que valía más vivo que muerto.
La conducta pequeño burguesa le hace muchísimo daño al proceso venezolano. Vale destacar que hoy no tiene futuro ningún movimiento orquestado como vanguardia, a espaldas de la conciencia de clase revolucionaria, y ello pasa por aceptar que la revolución no requiere una comandancia única porque el liderazgo absolutamente individual conlleva a una realidad confusa. No es posible pretender cambiar la conducta de la gente con las tesis que se nos ocurran en nuestros insomnios. Es una desviación contrarrevolucionaria extasiarse en los cumplidos multitudinarios como si fuéramos dueños de la existencia del pueblo. Son demasiadas las contradicciones y los revolucionarios estamos obligados a desentrañarlas sin temor alguno.
La conducta pequeño burguesa le hace muchísimo daño al proceso venezolano. Vale destacar que hoy no tiene futuro ningún movimiento orquestado como vanguardia, a espaldas de la conciencia de clase revolucionaria, y ello pasa por aceptar que la revolución no requiere una comandancia única porque el liderazgo absolutamente individual conlleva a una realidad confusa. No es posible pretender cambiar la conducta de la gente con las tesis que se nos ocurran en nuestros insomnios. Es una desviación contrarrevolucionaria extasiarse en los cumplidos multitudinarios como si fuéramos dueños de la existencia del pueblo. Son demasiadas las contradicciones y los revolucionarios estamos obligados a desentrañarlas sin temor alguno.
El socialismo no es una religión y por lo tanto mucho menos un dogma. Un gobierno revolucionario no puede convivir con prácticas inquisitorias. Asimismo, el socialismo es inconciliable con el culto a la personalidad. En el caso venezolano, el Gobierno no debería recurrir a las costumbres electoreras. Por ejemplo, que alguien me diga, por muy buena fe que tenga la acción, si la llamada Cédula del buen vivir no es la misma tarjeta Mi negra puesta en boga por la oposición durante las elecciones del 2006. La revolución es endeble cuando regala electrodomésticos para conquistar votos.
Está demostrado que el absolutismo es un sinónimo de abuso, por lo tanto, los poderes no pueden ser uniformes, inclusive si una instancia es totalmente dominada por los revolucionarios, entonces en este campo deben existir los matices que impidan la uniformidad. Hay que discutir las tesis que emanen de quienes detenten la cúpula del poder y si es necesario refutarlas; por ejemplo, ahora, a pesar del fracaso de otros intentos, nadie se atreve a disentir sobre la política de traer la agricultura a las ciudades. Ciertamente, en nuestro caso estas políticas no conllevan al desastre que produjo el Khmer Rouge camboyano cuando a la inversa impulsó el éxodo urbano hacia el campo.
Comunizar el gasto con todo el poder para las comunas es socializar la corrupción, sencillamente porque el poder para las comunas es el que emana de la disposición de los recursos presupuestarios y dejar la planificación nacional al libre albedrío de las comunas pretendiendo que estas son el non plus ultra de la revolución, es transitar un camino incierto. Ya otros ejemplos nos alertan. Revivir el comunismo primitivo con el trueque y otras verdades del pasado, esperando fomentar la solidaridad, no pasa de ser un desvarío. La práctica de las invasiones es indeseable porque siembra en el pueblo el ánimo del despojo y el latrocinio. Nos quejamos de los medios de comunicación en manos de privados por su tendencia a favorecer las corrientes que les son afines, pero repetimos esa conducta en el Sistema Nacional de Medios. Es alienante la desmedida propaganda oficial fundamentada sobre la casi omnipresencia del líder máximo, eso hay que decirlo. A bordo del pedestal rodante que significa ese camión que lo lleva por los pueblos, el líder, sin proponérselo, se confunde con la oposición reaccionaria.
A simple vista cualquiera puede creer que la connotación “comandante presidente” es inofensiva, podría ser, mas no lo es cuando se pronuncia casi hincado de rodillas y de manera sacro referencial; ella no implica el agradecimiento en sí, sino la sumisión. Si vamos a hacer una revolución realmente popular entonces el Estado debe perder su condición de alter ego de las memorias del subdesarrollo.
Crear un país de becarios constituye un grave error; desestimular el trabajo es una apología a la flojera; para nada dignifican las dádivas del Estado; yo, parafraseando a Atahualpa Yupanqui digo que “desprecio la caridad por la vergüenza que encierra”. Todo trabajo genera plusvalía, lo importante es cómo esta se distribuye en función del desarrollo nacional.
El Gobierno hace alarde del aumento de la matrícula universitaria como si se tratase de una conquista, sin percatarse de que ello ha incidido negativamente en la calidad de los estudios de grado. No hace falta ir muy lejos, basta con leer los mensajes del twitter y percatarse de lo mal que escriben nuestros universitarios.
La Misión Barrio Tricolor no es sino una mampara tras la cual se oculta el populismo. Pintando las fachadas de las rancherías no van a terminar con la inseguridad. El rancho es una degeneración urbana y como tal hay que borrarlo de la faz de la Tierra. Su consolidación (además de una política cuartarrepublicana) es el arraigo de la miseria. En cuanto a la inseguridad: ¡qué incompetente ha sido el Gobierno revolucionario!
Desde el punto de vista de la salud, la Misión Barrio Adentro perdió su razón de ser porque menospreció la calidad de la medicina. Hoy, una de las mayores contradicciones de la revolución es precisamente la salud pública, porque no hay un solo burócrata que no sea usuario de una clínica privada. Lo hace simplemente porque tiene la certeza de que contando con capacidad de pago allí no morirá de mengua. Ahora, el ciudadano de a pie no puede pensar lo mismo porque los costos en esa instancia son impensables de incluir en su cesta básica. Esa y otras tantas desviaciones estimuladas desde una concepción pequeño burguesa del socialismo estarían dando al traste con la revolución venezolana. Pero, así como estamos a las puertas del colapso, también estamos a tiempo de evitarlo.
Está demostrado que el absolutismo es un sinónimo de abuso, por lo tanto, los poderes no pueden ser uniformes, inclusive si una instancia es totalmente dominada por los revolucionarios, entonces en este campo deben existir los matices que impidan la uniformidad. Hay que discutir las tesis que emanen de quienes detenten la cúpula del poder y si es necesario refutarlas; por ejemplo, ahora, a pesar del fracaso de otros intentos, nadie se atreve a disentir sobre la política de traer la agricultura a las ciudades. Ciertamente, en nuestro caso estas políticas no conllevan al desastre que produjo el Khmer Rouge camboyano cuando a la inversa impulsó el éxodo urbano hacia el campo.
Comunizar el gasto con todo el poder para las comunas es socializar la corrupción, sencillamente porque el poder para las comunas es el que emana de la disposición de los recursos presupuestarios y dejar la planificación nacional al libre albedrío de las comunas pretendiendo que estas son el non plus ultra de la revolución, es transitar un camino incierto. Ya otros ejemplos nos alertan. Revivir el comunismo primitivo con el trueque y otras verdades del pasado, esperando fomentar la solidaridad, no pasa de ser un desvarío. La práctica de las invasiones es indeseable porque siembra en el pueblo el ánimo del despojo y el latrocinio. Nos quejamos de los medios de comunicación en manos de privados por su tendencia a favorecer las corrientes que les son afines, pero repetimos esa conducta en el Sistema Nacional de Medios. Es alienante la desmedida propaganda oficial fundamentada sobre la casi omnipresencia del líder máximo, eso hay que decirlo. A bordo del pedestal rodante que significa ese camión que lo lleva por los pueblos, el líder, sin proponérselo, se confunde con la oposición reaccionaria.
A simple vista cualquiera puede creer que la connotación “comandante presidente” es inofensiva, podría ser, mas no lo es cuando se pronuncia casi hincado de rodillas y de manera sacro referencial; ella no implica el agradecimiento en sí, sino la sumisión. Si vamos a hacer una revolución realmente popular entonces el Estado debe perder su condición de alter ego de las memorias del subdesarrollo.
Crear un país de becarios constituye un grave error; desestimular el trabajo es una apología a la flojera; para nada dignifican las dádivas del Estado; yo, parafraseando a Atahualpa Yupanqui digo que “desprecio la caridad por la vergüenza que encierra”. Todo trabajo genera plusvalía, lo importante es cómo esta se distribuye en función del desarrollo nacional.
El Gobierno hace alarde del aumento de la matrícula universitaria como si se tratase de una conquista, sin percatarse de que ello ha incidido negativamente en la calidad de los estudios de grado. No hace falta ir muy lejos, basta con leer los mensajes del twitter y percatarse de lo mal que escriben nuestros universitarios.
La Misión Barrio Tricolor no es sino una mampara tras la cual se oculta el populismo. Pintando las fachadas de las rancherías no van a terminar con la inseguridad. El rancho es una degeneración urbana y como tal hay que borrarlo de la faz de la Tierra. Su consolidación (además de una política cuartarrepublicana) es el arraigo de la miseria. En cuanto a la inseguridad: ¡qué incompetente ha sido el Gobierno revolucionario!
Desde el punto de vista de la salud, la Misión Barrio Adentro perdió su razón de ser porque menospreció la calidad de la medicina. Hoy, una de las mayores contradicciones de la revolución es precisamente la salud pública, porque no hay un solo burócrata que no sea usuario de una clínica privada. Lo hace simplemente porque tiene la certeza de que contando con capacidad de pago allí no morirá de mengua. Ahora, el ciudadano de a pie no puede pensar lo mismo porque los costos en esa instancia son impensables de incluir en su cesta básica. Esa y otras tantas desviaciones estimuladas desde una concepción pequeño burguesa del socialismo estarían dando al traste con la revolución venezolana. Pero, así como estamos a las puertas del colapso, también estamos a tiempo de evitarlo.
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