La decadencia de la república democrática se acompañó de un tema omnipresente: la corrupción administrativa. Real y sobre todo hiperbolizada. Combatida noblemente por algunos sin demasiada fortuna. Ahora bien, esa hipérbole le sirvió a mucha gente.
A los ricos para ocultar que la evidente decadencia de la república en nada se debía a la monstruosa desigualdad con que se repartía la riqueza nacional sino a unos cuantos políticos pillos que le metían la mano al tesoro público. A los medios masivos para santificar a sus anunciantes, los arriba nombrados, y multiplicar sus audiencias con excitantes historias de delincuentes con corbata y aires pomposos. A muchos políticos que le debieron su ascenso, a veces vertiginoso, a un cada vez más depurado arte de la denuncia, carentes como estaban de tener alguna idea que pregonar. Al espíritu liberal, que vivía sus tiempos planetarios de gloria, para demostrar que todo lo que tenía que ver con el Estado, y sus oficiantes políticos, era podredumbre comunistoide, tan distinta a la pureza de los hombres de trabajo, los capitanes de empresa. Y, por supuesto, a los felices e impunes corruptos.
Entre todos convirtieron la nación en un lodazal en donde se engendraron estos reptiles. Chávez se montó en esa nave y le sacó el mayor dividendo imaginable, el Poder.
Fue la única idea que manejó electoralmente y que puede sintetizarse en aquello de freírle el cerebro a los adecos. Pero el mayor de los misterios es que luego ni siquiera acusó, mucho menos juzgó, a ninguno, salvo dos o tres escarceos sin consecuencias. De cierta manera certificó la honradez de sus antecesores, a pesar de que los siguió odiando, vituperando y aplastando de todas las maneras posibles. Los empresarios y los medios lloran por haberse quedado sin políticos que los defiendan y se arrepienten de su voracidad por el poder absoluto, mientras los azotan en el templo. Los liberales sólo le piden un ladito al ogro filantrópico. La corrupción perdió su papel protagónico de explicación de todos los fracasos patrios.
Dicen que vivimos en la más grande corruptela de todos los tiempos nacionales.
Que es incalculable, entre otras razones por el caos inducido en que se manejan los dineros, más obesos que nunca, de la renta petrolera. También por la simbiosis partido-gobierno, la avidez de los corruptos debutantes, la ineficiencia, la clientela internacional, el inalterable sueño alcahueta de los contralores naturales y otros factores fatídicos. A lo cual debería corresponder un combate incesante y docto. Y no, no es así. La cosa se queda en habladurías y tú no te imaginas. Raro verdad en país tan belicoso. Y cuando sucede (Diosdado, Papipapi...) el ruido es muy limitado. ¿No será hora en que diputados y comunicadores tenaces como sabuesos e indagadores como detectives de serie gringa empiecen a buscar los asaltantes de las arcas de las cuales todos vivimos? No hay mucho que esperar de la justicia, pero hay una opinión pública nacional e internacional. La anticorrupción no debería ser una moda, es un deber de los ciudadanos honestos, siempre.
A los ricos para ocultar que la evidente decadencia de la república en nada se debía a la monstruosa desigualdad con que se repartía la riqueza nacional sino a unos cuantos políticos pillos que le metían la mano al tesoro público. A los medios masivos para santificar a sus anunciantes, los arriba nombrados, y multiplicar sus audiencias con excitantes historias de delincuentes con corbata y aires pomposos. A muchos políticos que le debieron su ascenso, a veces vertiginoso, a un cada vez más depurado arte de la denuncia, carentes como estaban de tener alguna idea que pregonar. Al espíritu liberal, que vivía sus tiempos planetarios de gloria, para demostrar que todo lo que tenía que ver con el Estado, y sus oficiantes políticos, era podredumbre comunistoide, tan distinta a la pureza de los hombres de trabajo, los capitanes de empresa. Y, por supuesto, a los felices e impunes corruptos.
Entre todos convirtieron la nación en un lodazal en donde se engendraron estos reptiles. Chávez se montó en esa nave y le sacó el mayor dividendo imaginable, el Poder.
Fue la única idea que manejó electoralmente y que puede sintetizarse en aquello de freírle el cerebro a los adecos. Pero el mayor de los misterios es que luego ni siquiera acusó, mucho menos juzgó, a ninguno, salvo dos o tres escarceos sin consecuencias. De cierta manera certificó la honradez de sus antecesores, a pesar de que los siguió odiando, vituperando y aplastando de todas las maneras posibles. Los empresarios y los medios lloran por haberse quedado sin políticos que los defiendan y se arrepienten de su voracidad por el poder absoluto, mientras los azotan en el templo. Los liberales sólo le piden un ladito al ogro filantrópico. La corrupción perdió su papel protagónico de explicación de todos los fracasos patrios.
Dicen que vivimos en la más grande corruptela de todos los tiempos nacionales.
Que es incalculable, entre otras razones por el caos inducido en que se manejan los dineros, más obesos que nunca, de la renta petrolera. También por la simbiosis partido-gobierno, la avidez de los corruptos debutantes, la ineficiencia, la clientela internacional, el inalterable sueño alcahueta de los contralores naturales y otros factores fatídicos. A lo cual debería corresponder un combate incesante y docto. Y no, no es así. La cosa se queda en habladurías y tú no te imaginas. Raro verdad en país tan belicoso. Y cuando sucede (Diosdado, Papipapi...) el ruido es muy limitado. ¿No será hora en que diputados y comunicadores tenaces como sabuesos e indagadores como detectives de serie gringa empiecen a buscar los asaltantes de las arcas de las cuales todos vivimos? No hay mucho que esperar de la justicia, pero hay una opinión pública nacional e internacional. La anticorrupción no debería ser una moda, es un deber de los ciudadanos honestos, siempre.
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