Por: Fernando Rodríguez/NDO/TalCualDigital
Nunca este país, bastante laico en sus costumbres, ha vivido una suerte de orgía mágico-religiosa como la que ha culminado con la enfermedad del Caudillo revolucionario. Desde astrólogos a clérigos y fieles de las más diversas religiones, pasando por sectas de todos los colores, mitos o fantasmas históricos vivientes, todas las fuerzas espirituales yenergéticas que "hacen vida" entre nosotros, han sido desplegadas para la madre de las batallas, que tiene lugar en una clínica del único país oficialmente ateo y materialista de nuestra América.
Es de suponer que los entes sobrenaturales han sido movilizados en sentidos contrarios porque la polarización va más allá de nuestra mostrenca realidad terrenal. Pero en eso no nos metemos, el alma de cada quien es insondable.
Lo importante es que a estas alturas del juego humano, suerte de prórroga futbolística sin fin, uno pensaba que la racionalidad, la ciencia y las decorosas virtudes cívicas deberían ser las reglas de conducta imperantes. Mas no, la irracionalidad reina.
A decir verdad, tenemos tiempo en esto. Pero hasta un momento se trataba de la fiesta de los próceres militares de nuestra historia que, como se sabe, reviven cuando se levantan los pueblos, como decía Neruda. O como piensan historiadores serios, como Germán Carrera Damas, cada vez que ha habido una dictadura castrense en estos predios, las cuales llevan necesariamente al paroxismo el culto a Bolívar y sus gloriosos subalternos. Pero nunca como ahora esa resurrección ha alcanzado niveles animistas como la de este tranco amargo que nos ha tocado vivir: recuerden la silla vacía en las reuniones del Jefe; las invocaciones infaltables, delirantes y encadenadas; el nombre del Libertador hasta en una taguara socialista; la sugerida reencarnación o, por último, la necrofílica y nocturnal recuperación de su osamenta y su carnal encuentro con su clon y su definitiva incorporación al Proceso. Sobre esto último, porque la modalidad existencial se generaliza, es notable la leyenda urbana, que habla de una maldición de los asistentes al curioso contacto con el más allá.
Pero ahora, la circunstancia obliga, el asunto ha llegado hasta Zeus. Los marxistas han descubierto que la teoría de la plusvalía en realidad es de Cristo y se han vuelto rezanderos. Una curiosa mesa de la unidad permite apelar a cuanto dios anda por ahí. José Gregorio se ha sumado a la izquierda, a pesar de su conocido temple retrógrado en asuntos científicos y otros.
Y la voluntad revolucionaria se envalentona contra los procesos fisiológicos. La cruz del Ávila nos ilumina.
A nosotros se nos ocurre pedir que la gente del gobierno se sosiegue espiritualmente y guarde una discreta y elegante actitud ante el más solemne de los misterios humanos y, sobre todo, no haga política con éste. Les aseguramos que el Imperio no tiene nada que ver, como dijo Esteban, con tan malhadados acontecimientos. Que de allí no saldrá nada bueno, a no ser la furia de los dioses por el exceso de confianza. Y a la oposición que ha sido, ciertamente, considerada y bien educada con el asunto, pero que no están vacunados contra la peste, que dejen quietos a santos y vírgenes.
Se nos ocurre el ejemplo del doctor Caldera, religioso a más no poder, que hasta donde recordamos siempre tuvo claro lo que es de Dios y lo que es del César.
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