JORGE EBRO/JEBRO@ELNUEVOHERALD.COM
La marea humana en el centro de la cancha, los puños cerrados en señal de poder, los abrazos interminables, el llanto que nace de la alegría y por encima de todo y de todos: el trofeo de campeón. La visión de Pat Riley se convirtió en realidad.
Con un juego para la historia y una ofensiva soberbia, el Heat de Miami venció 121-106 al Thunder de Oklahoma City y subió por segunda vez al trono más alto que ofrece la NBA y el primero que se logra en la era de los Tres Grandes. Si para Dwyane Wade se trata de una confirmación, para Chris Bosh y, especialmente para LeBron James, resulta un premio largamente esperado, que justifica las tantas noches de desvelo y borra las montañas de dudas y desprecios.
No por gusto James fue elegido el Jugador Más Valioso de la Final. Como un hombre con una misión, el delantero del Heat asumió el liderazgo y el compromiso que se espera de su estatura deportiva, que se espera del Mejor Jugador del Mundo. Sin mirar atrás, se echó al equipo en sus hombros y lo depositó en lo más alto de la liga. Miami no es campeón únicamente por él, pero tampoco habría llegado a ninguna parte sin su presencia dominante.
Se le ganó a un rival formidable. El Thunder se entregó por completo, pero su mejor esfuerzo no alcanzó para superar a un Heat en estado de gracia. Regresa a Oklahoma City a restañar sus heridas y no sería aventurado pensar en una rivalidad perdurable, como aquella entre Boston y Los Angeles en los años 80 del siglo pasado. La NBA contempla esta posibilidad y se frota las manos.
Más allá de todo, era el momento de Miami. Un momento que comenzó a tomar forma dos veranos atrás, cuando Riley abrió un hermoso estuche de madera y mostró delante los ojos de James, entonces agente libre, su colección de anillos de campeón para convencerlo de venir a Miami y de soñar juntos con un título.
Y ahora ese sueño está vivo, habitando en el cuerpo de un nuevo campeón: el Heat.
El Nuevo Herald
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