Por: Fernando Rodríguez/TalCualDigital
Cuando los jefes chavistas pueden formular una idea más o menos completa se debe agradecer.
Sacan a relucir descaradamente su subsuelo grotesco. En un primer round de la batalla de Cotiza, el vil atentado contra el candidato Capriles, dijeron todas las necedades de los sargentos de policía: que el susodicho no fue a buscar apoyos sino a agredir a los pacíficos moradores de la comarca, que los amarillos se vistieron de rojo para perpetrar sus fechorías, que el hijo de Ismael García se disparó un tiro en un brazo para victimizarse, que llevaron autobuses como en cualquier concentración pesuveca…
Cosas poco verosímiles pero con algo tenían que intentar tapar la felonía flagrante de sus sicarios. Pero días después al vicepresidente Jaua se le ocurrió sumar unas pocas frases más que descubren la movida de la forma más acabada y nos ahorran cualquier especulación.
Recordemos que hace unos años, cada vez más lejanos, la ciudad capital parecía dividida en dos grandes segmentos, grosso modo: el Este para los escuálidos y el oeste para los rojitos. O quizás sea más exacto decir: las urbanizaciones para la derecha y los barrios para la izquierda. Hasta alguien sugirió que se hiciera una especie de muro de Berlín para que no se molestaran los unos a los otros.
Pero con el tiempo eso pasó, tantas cosas han pasado, y basten las cifras electorales y su distribución geográfica más recientes para demostrar que las aguas se mezclaron definitivamente. Los escuálidos engordaron numéricamente y entraron en los barrios y los boliburgueses, con los bolsillos también gordos, pudieron tomar güisqui en el Este sin que les faltaran los respetos. En fin, Ocariz le dio una felpa a una patota de rufianes colorados que reinaba en Petare, ¡en Petare! Eso es lo que no pueden soportar los chavistas, sobre todo después de los tres millones de votos y los percances intestinales del Jefe.
Marchas sí, bien ubicaditas. Una que otra plaza, vaya. Pero que Capriles ande alegremente conversando con los caballeros y besado por las damas de los barrios es ya como mucho.
“Cuando llegan con su patota de burgueses armados… se produce la violencia, se rompe la armonía y la naturalidad de la comunidad”, dice don Jaua. La armonía y la naturalidad es ser chavistas, por siempre, como una mata de mango da mangos. Pide respeto al pueblo “que se declara abiertamente chavista… al pueblo humilde y trabajador, a estos hombres y mujeres que lo único que quieren es vivir bien… como lo han venido logrando con el gobierno de Chávez”. Como si fuera poco, afirma, para los opositores los chavistas son malandros, hordas, lumpen, etc.
En pocas palabras, el solo hecho de querer entrar en esas comunidades es una perversión que debe ser castigada porque altera la paz y profana la devoción por las charreteras, es contranatura. Que eso lo deberían decir en octubre los mismos sujetos, que no son masas amorfas y rojas, les importa un bledo.
Que eso del buen vivir es contrariado por la inagotable protesta popular, de todos los días y de todos los colores, tampoco cuenta. O que eso de malandros u hordas se suele utilizar, que yo sepa, para matones a sueldo, sus ideólogos, los incapaces que han derruido el país o los fanáticos del tesoro público y no de la buena gente tantas veces traicionada por demagogos charlatanes y corruptos.
Pero vamos a entrar a cualquier lugar. Esa es una decisión tomada por el país opositor, hombres libres que quieren hablar con hombres libres. Lo otro sería el triunfo del violentismo gorila y de la mentalidad fascista.
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