Por: Fernando Rodríguez/TalCualDigital
Con su proverbial perspicacia, en aquellos tiempos de la constituyente, Manuel Caballero advirtió que la finalidad mayor de la nueva carta magna y la más peligrosa para la salud de la república era la reelección presidencial inmediata, causa mayor de muchos de los infortunios de nuestra historia patria. Y así fue. Y fue todavía peor, en un referéndum inconstitucional se convirtió en indefinida.
La única razón discutible para sostener esa monárquica pretensión es que el soberano puede decidir lo que a bien tenga, y por tanto pasarse gustoso la vida bajo la égida de un caudillo providencial. Lo que funcionaría sólo para los casos de regímenes que hacen elecciones y no en las dictaduras abiertas, las monarquías absolutas o en las falsas democracias que prefieren sin muchas hojas de parra el fraude y los candidatos únicos (a la cubana digamos) en que el poder de las armas o la voluntad divina simplifican las cosas.
Hay posiciones intermedias, prudentes, como la norteamericana de dos períodos cortos, y sólo dos. O la de nuestra Constitución del 61 que ponía una década de por medio entre el primer y segundo eventual gobierno.
Porque la objeción a ese soberano sumiso y masoquista es la del buen uso de la democracia, de su decencia cívica.
Y elecciones hechas con todo el poder político en manos del candidato a la reelección sin duda vicia el acto democrático esencialmente, tanto más en países de republiquetas enclenques, enfermas.
Todos los venezolanos sabemos, so pena de debilidad mental, los abusos y ventajismos que ha practicado Chávez en todas las innumerables elecciones que hemos hecho, desde un consejo electoral compuesto por focas, hasta la dilapidación de los dineros del Estado en sus campañas o la presión tasconiana sobre los ciudadanos inermes.
El síndrome reeleccionista se ha extendido al mundo entero. Hasta con nuevas modalidades, nepóticas, como ceder el poder, electoralmente o no, a esposas, hijos o hermanos. La señora Colom en Guatemala al parecer ha llegado a pensar en romper su matrimonio para burlar una muy sabia prescripción constitucional que le impide lanzarse. O en la socialista Corea del Norte el déspota en ejercicio, hijo del "fallecido" Déspota Mayor que es Presidente Eterno (sic) de la república, va a dejar a su hijo la revolucionaria herencia. O los hermanitos Castro Ruz. Y los reformadores a juro de las constituciones impertinentes.
En la trascendental insurgencia popular del mundo islámico, una de las primeras razones para rebelarse ha sido, justamente, la permanencia por décadas de momias corruptas y criminales colocadas por encima de cualquier contrapeso político y de la opinión pública, que huelen a formol y a caca. Un masivo ejemplo a favor de la validez de la alterabilidad democrática.
La democracia es, en esencia, distribución del poder: separación de éste, descentralización, concesión de autonomía a sectores que la necesitan, respeto de los espacios civiles, inviolabilidad de los fueros individuales...Allí se inscribe el mandato ético que hace inmoral la monopolización del poder de todos y, por supuesto, el tratar de perennizar ésta. No hay que olvidar esa máxima moral en el 2012.
La única razón discutible para sostener esa monárquica pretensión es que el soberano puede decidir lo que a bien tenga, y por tanto pasarse gustoso la vida bajo la égida de un caudillo providencial. Lo que funcionaría sólo para los casos de regímenes que hacen elecciones y no en las dictaduras abiertas, las monarquías absolutas o en las falsas democracias que prefieren sin muchas hojas de parra el fraude y los candidatos únicos (a la cubana digamos) en que el poder de las armas o la voluntad divina simplifican las cosas.
Hay posiciones intermedias, prudentes, como la norteamericana de dos períodos cortos, y sólo dos. O la de nuestra Constitución del 61 que ponía una década de por medio entre el primer y segundo eventual gobierno.
Porque la objeción a ese soberano sumiso y masoquista es la del buen uso de la democracia, de su decencia cívica.
Y elecciones hechas con todo el poder político en manos del candidato a la reelección sin duda vicia el acto democrático esencialmente, tanto más en países de republiquetas enclenques, enfermas.
Todos los venezolanos sabemos, so pena de debilidad mental, los abusos y ventajismos que ha practicado Chávez en todas las innumerables elecciones que hemos hecho, desde un consejo electoral compuesto por focas, hasta la dilapidación de los dineros del Estado en sus campañas o la presión tasconiana sobre los ciudadanos inermes.
El síndrome reeleccionista se ha extendido al mundo entero. Hasta con nuevas modalidades, nepóticas, como ceder el poder, electoralmente o no, a esposas, hijos o hermanos. La señora Colom en Guatemala al parecer ha llegado a pensar en romper su matrimonio para burlar una muy sabia prescripción constitucional que le impide lanzarse. O en la socialista Corea del Norte el déspota en ejercicio, hijo del "fallecido" Déspota Mayor que es Presidente Eterno (sic) de la república, va a dejar a su hijo la revolucionaria herencia. O los hermanitos Castro Ruz. Y los reformadores a juro de las constituciones impertinentes.
En la trascendental insurgencia popular del mundo islámico, una de las primeras razones para rebelarse ha sido, justamente, la permanencia por décadas de momias corruptas y criminales colocadas por encima de cualquier contrapeso político y de la opinión pública, que huelen a formol y a caca. Un masivo ejemplo a favor de la validez de la alterabilidad democrática.
La democracia es, en esencia, distribución del poder: separación de éste, descentralización, concesión de autonomía a sectores que la necesitan, respeto de los espacios civiles, inviolabilidad de los fueros individuales...Allí se inscribe el mandato ético que hace inmoral la monopolización del poder de todos y, por supuesto, el tratar de perennizar ésta. No hay que olvidar esa máxima moral en el 2012.
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