Por: Leonardo Padrón
La imagen perfecta: pies anclados en la arena, línea de sal azul frente a los ojos, palmeras desplegadas a lo largo, lentes oscuros, escocés con agua de coco en la mano derecha. Ah, la paz. Estás en la isla de Margarita.
El riesgo de atravesar Caracas de madrugada, la tortura llamada aeropuerto nacional, el alquiler de autos que se demora un lustro, todo, absolutamente todo se diluye cuando sorbes tu primer trago, te reclinas en la silla de extensión, una brisa gentil te saluda y lanzas lejos tu mirada, la cuelgas allá en el horizonte. Tan simple que es a veces la felicidad. Pareces el fotograma de una cuña sobre el paraíso terrenal. Pobre iluso.
Me dispongo a potenciar el octanaje de mi segundo trago. Ya hundí los hombros en el mar de Occidente, como diría Andres Eloy Blanco. Ya celebré la temperatura del agua. Un día impecable en Playa El Agua. Ni siquiera solicito el menú. Para qué inventar. Mi cerebro tiene horas demandando un pargo frito, su ensalada rallada y los inevitables tostones que hacen superior al Caribe. De pronto, allí, donde el único sonido era el mar – un músico sobrio, acoplado, vistoso- irrumpe una manada de camionetas de doble tracción. La líder del grupo sufre de gigantismo, sus cauchos son del tamaño de un adolescente, ostenta más faros que un estadio de beisbol. Entra en retroceso a la arena, rugiendo su cilindrada. El conductor abre la maleta de cara a nosotros y diez cornetas –sí, las conté- vomitaron al unísono una cumbia altisonante, feroz, sobreactuada. Juro que en el mar hubo un estremecimiento. Era como un tsunami que nos atacaba por la espalda. Los huéspedes del local playero nos vimos con un desconcierto untado de bronceador. Tratamos de hacernos los locos, ya le bajarán el volumen, eso es porque están llegando. Pues no. La cumbia prosiguió como un derrame petrolero, como la lemna en el Lago de Maracaibo, como el apocalíptico crescendo del dólar. De las camionetas emergió una multitud que simulaba a Atila y sus huestes invadiendo los Balcanes. Al lado del restaurant había un solar vacío que fue colonizado en segundos. El mesonero les montó una larga mesa, buscó manteles, sillas, vasos. Conclusión: habían llegado para quedarse.
El aire se agrietaba ya con la sexta y ensordecedora cumbia cuando mi pareja decidió recoger la toalla, el bloqueador solar y la indignación. Yo propuse, antes de claudicar y largarnos, una negociación a través del intermediario lógico: el mesonero. “Hermano, ¿tú crees que puedas hablar con esa gente para que le bajen el volumen a la música y podamos TODOS disfrutar de la playa?” El hombre puso cara de acontecimiento, pero no se negó. A los diez minutos le llevaba piñas coladas a una pareja de rusos y nada que se acercaba a la zona de crisis. Nueva interpelación: “¿Y entonces, panita?”. Y ya ahí no tuvo más cara. “Señor Padrón, usted es venezolano, usted sabe cómo es todo, ellos no me van a hacer caso”. El miedo caminó como una hormiga por sus palabras. Ladeó un gesto resignado y se retiró. Al instante estábamos montándonos en el carro. El vigilante– desdentado, añoso- comentó: “Ahorita se fue otra gente por lo mismo. Yo les dije a ellos: bájenle el volumen que les van a mandar a la Guardia”. Recibió esta perla: “Mándala pues, que aquí el más huevón es teniente coronel”. Y terminé de recordar en toda su dimensión el país que hoy somos. Un país de fanfarrones y pendencieros. Un mapa de gente altisonante. Una fábrica de nuevos millonarios y peores pobres. El reino socialista de la anarquía y la corrupción.
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Dos kilómetros más allá conseguimos un mejor sitio. Se me acerca un vendedor de los clásicos cocteles de la gastronomía playera. “Te tengo el rompecolchón, el vuelvealavida, el matalasuegra, el 7 potencias, liberen a Willy”. El pregonero se explaya en argumentos de venta: “Este te hace crecer el pelo. Este otro te salva el matrimonio”. Luego de una sonrisa, ordeno mi dosis. Pero algo pasa, no sabe igual. El hombre, oriundo de El Yaque, lo acepta: “Sí, le falta su cebollita, su salsa inglesa. Es que no se consiguen”. Ya el barman que me servía el whisky disimulaba la falta de soda, sugiriéndome que era más sano tomarlo con agua. En el hotel, el mesonero tuvo que sincerarse en el desayuno: “Para las arepas no hay mantequilla, pero hay Patria”. Había, en todos, un discurso elusivo, una vergüenza inicial, una necesidad de encubrir las carencias ante el turista. Hay sitios donde sólo te “cantan” el menú para ceñirse a lo existente. Yo no dejaba de pensar que apenas a 5 mil millas o un poco más están Aruba, Barbados y Curacao, donde los mesoneros no tienen que andar rociando de pretextos a los viajeros. Usted pida por esa boca, caballero. ¿Dólares de los normales? Te los tenemos.
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Al día siguiente, recorro la avenida 31 de julio en pos de un lugar ineludible en cualquier visita a la Isla: el negocio de los Hermanos Moya, en El Salado. Solo allí puedes comerte una arepa de chicharrón con queso pecorino. (La gente fitness, nutricionistas y vegetarianos pueden saltarse esta línea). En esa desmesura andábamos, conversando con uno de los Moya mientras a su espalda apareció una llamarada sobre el cableado eléctrico de la calle. El fuego creció, el olor era penetrante y la prudencia nos puso a todos los comensales de pie. Alguien clamaba por los bomberos, otros por Corpoelec. Pero había más resignación que prisa. Todos sabían que cualquiera iba a llegar tarde. Hubo una pequeña explosión y una larga cuadra se quedó sin luz en el acto. No sé si es deformación, pero en todos lados veo metáforas del país que hoy somos. Un cableado eléctrico que explota, una solución que no va a llegar a tiempo, un tanto más de oscuridad.
En el hotel, por cierto, la luz se iba a cada tanto. Era un fogonazo que daba paso al orden en segundos. La planta eléctrica, sin duda, era el objeto más valioso del lugar. Escribo esto mientras al fondo el noticiero anuncia que el puente de Boca de Uchire, que une al centro con el oriente del país, colapsó. Así avanza la potencia turística en la que nos convertiremos, según ese especialista en cinismo que es el ministro de Turismo. Un país pujante, ¿en qué momento dejamos de serlo?
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En Pampatar están los mejores restaurantes de toda la isla, pero también algunas de las más virtuosas empanaderas del Caribe. Al tercer día era imperativo desayunar en esa emboscada de triglicéridos llamada “El Rincón de las Empanadas”. La vendedora nos sirve un jugo de papelón con limón, amasa una empanada de queso con plátano frito y desfoga su discurso: “Yo antes era mundana, me fumaba de tres a cuatro cajas de cigarro diarias, bebía aguardiente, jugaba lotería, pero ahora encontré la palabra del señor”. Su hija la ayuda en la faena. “Se me va para el servicio militar. Tengo 4 varones y la única hembra es la que decidió servirle a la patria, imagínate!”. Dijo patria con cierto mohín de burla. Es chavista, ojo. “Sí, y estoy mil veces arrepentida de haber votado por Maduro. Ese hombre no sabe expresarse. Y te lo digo yo que soy bruta”. Era una viuda más del Comandante Supremo. “Chávez sabía ofender –porque él ofendía- y sabía defenderse. Pero este, ni eso”. De rompe, desplegó su estrategia de vida. “Hay que saber jugar a la política. Yo me la paso con mi franela roja, pero cuando voy a hablar con la alcaldesa, me pongo mi franela azul, y marcho con ellos y en el camino le voy pidiendo lo que necesito”. El día anterior, en Playa Guacuco, un amigo me contó algo similar. Una antigua socia está en el equipo de trabajo de un ministro. Ella es de oposición, pero en su Twitter está inscrita en sangre la siguiente frase: “Chavista. Fiel a la Revolución”.
He allí parte del drama que nos ocupa. Cada quien se ha convertido en una isla de supervivencia. Los principios están en desuso. Las convicciones son dúctiles. Las ideologías cambian al son del viento. El prójimo es una abstracción lejana. Hoy, con más impudicia que nunca, la gente se disfraza de lo que toque. La rapiña avanza ferozmente. La lista de empresarios de oposición que hace negocios millonarios con el gobierno es asombrosa. Blasfeman en privado, aplauden al pie de los contratos. El verdadero presidente de este país es el dinero. Y ese sujeto tiene en su vestuario infinidad de camisas rojas, amarillas, blancas. El chavismo es una doctrina intoxicada de dólares y fotos del Ché Guevara. Mientras tanto, en una autopista caraqueña, el ejército de motorizados se baja de sus caballos de dos ruedas y saquea un camión de carne congelada mientras asfixian con sus pisadas el rostro de un chofer agónico. ¿Cuál es la prioridad del hombre nuevo forjado en la revolución bolivariana? ¿Salvar la vida de un ser humano o ver la cara extática de tu familia cuando metas, de un solo golpe, veinte kilos de solomo en la nevera de tu casa?
La isla que somos todos no tiene otro destino sino ser tragada por ese océano llamado caos o redimida por el urgente estacazo de la sensatez.
Fuente: http://leonardopadron.com/la-isla-que-somos-todos/
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