Por: Fernando Rodríguez/TalCual
Recordamos a un cubano, de cierta edad, entrevistado en un documental sobre sus anhelos más sentidos en un posible viraje futuro de la revolución. Se quedó pensando y dijo con mucho sentimiento: a mi edad en verdad deseo ardientemente una sola cosa, no padecer más las colas, quiero un país donde no haya que hacerlas.
Ante la sorpresa del entrevistador, agregó: usted no tiene idea de lo que son cincuenta años haciendo colas para todo, casi a diario.
En verdad que son fenómenos tristes las colas. Un conjunto amorfo y deshilachado de ciudadanos juntos y solitarios que esperan algo o se desesperan por algo. Y que son obligados a hacerlo constreñidos, disciplinados, ordenados, tratados como tropa o encarcelados o menesterosos que aguardan la dádiva o el castigo.
Víctimas siempre de la necesidad, a veces contaminada por la voracidad. Podrían ser símbolos de muchas cosas, casi ninguna enaltecedora, por ejemplo de la pobreza, de la torpeza burocrática, de la escasez, del socialismo real, del espíritu castrense y otras formas disciplinarias. En nuestro caso parecieran también los indicios de una fase muy avanzada de nuestros males, los augurios de tiempos muy turbios.
Henos, en todo caso, convertidos en un país de colas. Como suele suceder, al principio con sorpresa y disgusto y furia. Luego nos hemos ido acostumbrando, lo que se suele hacer con el mal tiempo. Casi siempre, porque a veces se rompe el orden artificioso, por desesperación o descontrol, y se vuelve tumulto, motín, enfrentamiento y hasta saqueo.
Todos hemos vivido esas experiencias en los últimos meses, cuando el chavismo culminó la hazaña de terminar de implosionar una economía de cien dólares el barril de petróleo, convertido ahora sí en verdadero excremento satánico. Y todo indica que las seguiremos viviendo y, según muchos, de manera cada vez más intensa y diversificada.Ya hasta oficio se han vuelto. Se venden puestos, se cumple como tarea del servicio doméstico, existen dateros que comunican a su clientela la llegada del azúcar o la leche o el Glucofage para la diabetes o, por fin, los radiadores chinos.
Sin duda no somos los primeros ni los últimos en ver pasar las horas en cansina procesión, uno tras otro, hacia algún abrevadero de consumo. Lo que sí nos hace bastante particulares es que este despeñadero es el producto exclusivo de la ignorancia y el desvarío, la corruptela y la manipulación de un montón de desalmados frente a los cuales el país no supo, no supimos, defendernos. O, peor, fuimos no pocas veces cómplices por acción u omisión. Mucho tiempo, demasiados años. Todo se nos dio en estos lustros para construir un país, grande y fuerte, y tierra desolada tenemos delante y nuestras fuerzas muy mermadas.
Estamos, ciertamente y cada vez más, cerca de una inmensa catástrofe económica, política y social. A lo mejor se acaba de destruir lo esencial de nuestro sistema comercial, como ya se había hecho con nuestra capacidad productiva. Nuestros poderes públicos son antros que habilitan al ruin e inhabilitan al justo. Con unos cuantos dólares se puede comprar un pedazo de patria.
Los servicios son escorias. La moral pública cenizas. La verdad bagazo. Uno puede preguntarse: ¿cuánta energía nos queda para cambiar las colas por otra manera de juntarnos capaz de devolvernos la capacidad respiratoria, el ánima, la entereza?, ¿será todavía muy larga nuestra temporada en el infierno?
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