domingo, 19 de enero de 2014

La desesperada búsqueda del pan o la tragedia del "no hay"

Harina no hay, pollos no hay, leche no hay, papel toilet no hay, canillas no hay.
ROBERTO GIUSTI |  EL UNIVERSAL
Luciano Quintero siente una desesperada nostalgia por los viejos tiempos, en realidad ni tan viejos. No recuerda exactamente cuándo comenzó a hacerse sentir el jueguito del "no hay" y sospecha que quizás se remonta al año 2007, cuando, a ratos y de manera espasmódica, los estantes de la leche en polvo aparecían vacíos, fenómeno cada vez más frecuente y que algunos analistas atribuyeron como una de las causas de la primera derrota electoral del chavismo (2 de diciembre).


La ONU en un carrito 

Sí tiene claro que, hasta entonces, hacer el mercado implicaba adentrarse en una suerte de fiesta de las Naciones Unidas ante la variedad y abundancia de la oferta alimentaria: la leche UHT (La Alquería) venía en cajitas rojas directamente de Cajicá (Colombia), pero también tenía a su disposición la opción de las marcas ecuatorianas; el queso amarillo, gustoso y fuerte de sabor, (a cambio de petróleo), había dado el salto desde Uruguay; las carnes rojas, en diferentes presentaciones y con sabores y texturas distintas a la del ganado criollo, llegaban al refrigerador del supermercado desde lejanos mataderos argentinos, primorosamente empacadas, aun cuando también se ofrecía cortes colombianos con apariencia menos pretenciosa; los pollos king size, duros, pesados y voluminosos, eran de Brasil, pero igual podían ser argentinos; la mantequilla (marca Lurpak), hacía una larga travesía desde la gélida Dinamarca para recalar en el relleno de las arepas venezolanas; el café, despedía, desde los anaqueles, aroma nicaragüense; el palmito para la ensalada, otrora producto cosechado en Delta Amacuro, se certificaba en la lata como del Ecuador, pero también había existencias bolivianas; la compra de caraotas negras se acordó con Nicaragua y también con República Dominicana, país cuyo Gobierno importó el producto para cumplir la cuota asignada, en convenio suscrito con Venezuela, de intercambio de granos por petróleo. Ah y el arroz, (increíble, insólito, asombroso) cosechado en las tierras bajas de Arkansas, en el corazón mismo del "imperio", arribaba a puertos nacionales en cantidades suficientes para equilibrar el déficit en la producción de un rubro cuyos excedentes eran antes exportados a Colombia.

Un hombre satisfecho

Luciano, un cuarentón de facha rotunda y satisfecha, gerenciaba un autolavado propiedad de su padre y aceptaba de buena gana la delegación, impuesta por su esposa, de tareas domésticas como ésta de la compra semanal. Así, todos los martes por la mañana se paseaba por ese templo de la abundancia y el confort que era el automercado con el mismo aire despreocupado que exhibían amas de casa y jubilados, con cuyos carritos tropezaba a lo largo de los anchos pasillos. Se respiraba allí una calma que sólo proviene de la seguridad y la certidumbre. Comprar era una diversión porque había de dónde escoger y dinero con el cual pagar la abultada cifra presentada por la cajera al final de la cosmopolita fiesta del consumo.

Cumplido el rito de las adquisiciones esenciales, llegaba la hora de la exquisiteces: salmón chileno cultivado, unas lonjitas de jamón serrano y quizás unas aceitunas negras españolas. Luego se detenía en la sección de vinos para comparar cepas, cosechas, marcas, nacionalidades y precios para al final decantarse por la opción que ofrecía la mejor relación costo/calidad. No vacilaba, sin embargo, al escoger el aceite de oliva y generalmente se inclinaba por la oferta más exótica, la siria, (bajo la marca Mónaco), con un producto tres veces más barato, aunque bastante menos cristalino que los italianos, españoles o portugueses.

Los demás era pura rutina y al desgaire, casi mecánicamente, como la cosa más natural del mundo, iba lanzando al carrito dos bolsas de Harina Pan, un paquete de ochos rollos de papel toilet, otro de servilletas, una botella de aceite español Mazola (que había olvidado), dos unidades de lavaplatos, cuatro jabones de baño y pañales desechables para el bebé de la familia. Allí se mezclaban productos a precios regulados con los caprichos consumistas y Luciano no se detenía a analizar las notables diferencias de precio entre ambas categorías porque en aquel tiempo se podía afirmar, sin decir mentiras, que era un hombre satisfecho.

El Estado importador

El 2012 fue marcado por el auge de las importaciones de bienes y servicios, que llegaron a la cifra récord (BCV) de 59.339 millones de dólares. Era esa la respuesta del Gobierno a la caída de la producción en todas las áreas de la economía. Pero ya en el 2009 el profesor del IESA, Carlos Machado Allison, alertaba contra las causas del aumento indiscriminado de las importaciones de alimentos, que en ese año sobrepasaron los 8.000 millones de dólares: "Otro mito es que la intervención del Gobierno, como productor, procesador, importador y distribuidor garantiza el autoabastecimiento y la soberanía alimentaria. Los resultados están a la vista: enorme inflación en alimentos, episodios de desabastecimiento y crecimiento de las importaciones, mientras gastamos mucho dinero en fundos, cooperativas y empresas socialistas intentando, sin éxito, sustituir al sector privado".

Fue así como de los Saraos y Saraítos del principio, se pasó luego al sistemas de cooperativas que muy pronto también fracasó. Todo marcado todo por las apropiaciones arbitrarias de unidades de producción, bajo la figura del "rescate" (en realidad invasiones, muchas propiciadas por el Gobierno) en un número de casi 2.000 y un total de predios rurales "recuperados", que alcanzaba, en el 2013, a 3,6 millones de hectáreas. Tierras que, en su mayoría, dejaron de ser productivas.

En el 2013 los ingresos por exportaciones bajaron de los 97.000 millones de dólares a poco menos de 67.000 millones y las importaciones descendieron, a su vez, hasta los 43.662 millones. Al mismo tiempo el Gobierno incrementó su participación como importador y la cifra asignada al sector privado bajó de 36.167 millones de dólares en el 2012, a 22.547 millones al año siguiente. Con lo cual es factible suponer que no sólo la merma en 15.000 millones de dólares para importaciones es causa de la escasez galopante que vive el país, sino que también el fenómeno se vincula al papel de importador asumido por el Estado.

Luciano en la inopia 

A comienzos del 2013 ya Luciano no estaba satisfecho, ni mucho menos, con su nivel de vida. Su padre había perdido el negocio porque la Texaco fue sustituida por Petróleos de Venezuela (Pdvsa) en la estación de servicios donde funcionaba el autolavado y "liberó" a quienes prestaban servicios adicionales. Así que el presupuesto familiar se vio reducido a la mitad. Además, el automercado había dejado de ser un remanso del consumo apaciguado y ahora, cuando Luciano entraba en él, sentía el vaho de la adrenalina. Tropeles de amas de casa en posición de combate esperaban la llegada de cargamento de leche en polvo, Harina Pan, aceite de maíz o pollos. Por allí pululaban compuestas señoras del este con motorizados del barrio cercano, conscientes de que las guías elaboradas por el Gobierno privilegiaban los envíos de alimentos a las grandes cadenas de supermercados. Era el policlasismo igualador en busca desesperada del pan.

La rebatiña

El modus operandi era básico. Mientras Luciano recorría unos pasillos donde la oferta se reducía a largas hileras completamente vacías o con la exposición monótona de un solo producto, había que aguzar el oído porque de repente llegaban los empleados del supermercado con las carretillas cargadas, arrojaban los bultos en el piso y uno de ellos, con la velocidad del rayo, desgarraba el papel para abrir los bultos. Ahí, cuando sonaba el ruido del papel al rasgarse y el sordo rumor de la rebatiña en pleno movimiento a la búsqueda de una, dos, tres o cuatro bolsas de Harina Pan, corría hacia el lugar. Demasiado tarde. Ya niños, ancianos, mujeres y hasta los mismos empleados del supermercado venían de regreso aferrados al precioso cargamento.

Era el golpe de gracia porque ya antes se había cerciorado de que pollo no hay. Aceite, no hay. Carne, no hay. Papel toilet no hay. Leche, no hay. Ni hablar de exquisiteces, que si las había, eran inaccesibles porque su precio era una afrenta. Otra vez Luciano acudiría a quién el sabía para comprar un pollo en 200 bolívares, leche en 30 y huevos a 100. Todo muy por encima de los precios regulados

Acababa de pasar por la panadería y las canillas que antes costaban dos bolívares ahora no estaban. Por la radio escuchó que los trabajadores de Monaca (Molinos Nacionales) empresa estatizada que procesaba el 40% del trigo, estaban en huelga, además de que desde diciembre no llegaban, de Canadá y EE.UU, los cargamentos de trigo que aseguraban lo único que no nos faltaba: el pan. Y Luciano, sin ser lector de novelas sí sabía que la clave de lo que comería ahora estaba en la última palabra de un libro llamado "El Coronel no tiene quien le escriba".

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