martes, 6 de julio de 2010

Maradona, entre el ídolo y el barro

Enviado por: mariolga
Carlos Reymundo Roberts/La Nación
Pocas veces se ha visto tan claro que el fracaso es más de un técnico que de su equipo. Los jugadores argentinos volvieron de Sudáfrica porque perdieron un partido, el único partido realmente serio que les tocó jugar. Diego Maradona volvió derrotado. Pero no fue el traspié de un concepto futbolístico, de un plan, de una estrategia. Lo que ocurrió es que no hubo nada de eso.



Es simpático tener un técnico que es una estrella mundial, un gran motivador que besa a sus jugadores cuando entran en la cancha, cuando salen y cuando no entran ni salen; es bueno que él acapare la atención y que, cargando la mochila de la celebridad, les quite presión a sus futbolistas; es positivo que hable bien de ellos, que los contenga y los respalde. El problema es que detrás de eso no hubo más que fuegos artificiales. Al bife le viene muy bien la sal, pero nunca debe haber más sal que bife.

La selección volvió de Sudáfrica sin que haya aparecido la esencia de un equipo. Como lo explicaron bien los enviados de LA NACION, las actuaciones individuales habían disimulado, ante rivales menores, la ausencia de un esquema de juego. Cuando enfrente se plantó un equipo exigente como Alemania, las deficiencias estructurales pasaron una factura letal.

Por cierto, ya se están ocupando los expertos de desentrañar esas cuestiones. Lo que el ciclo de Maradona deja para que unos cuantos se golpeen el pecho (Julio Grondona, el primero) es la entronización de la falta de trabajo concienzudo, de la ausencia de idoneidad, de la improvisación. Unos cuantos pecados capitales se han puesto de pie desde que este DT tomó el comando: vanidad, ira, pereza, soberbia. Maradona, probablemente el mejor jugador de todos los tiempos, el argentino que más sangre, sudor, lágrimas y triunfos le ha dado a nuestro seleccionado, es hoy un técnico intratable que cada vez que abre la boca en conferencias de prensa (salvo la última) lastima, hiere, ofende, sin reparo ni justificación.

No es que haya maltratado a los periodistas, o no es sólo eso. No es que haya reaccionado como un divo fastidioso cuando le hacían preguntas que no le gustaban. Lo que hizo, y lo hacía incluso cuando su equipo estaba ganando y todas eran mieles, era menospreciar a los rivales, burlarse de todo el mundo, criticar a Pelé, Platini, Beckenbauer...; hasta dedicó largas parrafadas a destruir al árbitro argentino Héctor Baldassi ("mi amigo"), de destacada actuación en el Mundial, al que acusó de ser "horrible" y de haber favorecido a España.

Hay mucha gloria en la historia de Maradona, mucha resurrección que hace admirarlo y hasta quererlo. Para una gran cantidad de argentinos, todo lo que ha conseguido es tan grande, tan irrepetible, que todo lo que haga debe ser aplaudido y todo lo que deshaga le será perdonado. Para esos argentinos, lo que no tiene perdón es ir en contra de Maradona. Cualquiera que lo haya criticado públicamente, de un artículo a una simple mención en Twitter, sabe que la respuesta de su legión de seguidores a esa crítica será la hoguera. La multitud que anteayer lo fue a recibir a Ezeiza -también a los jugadores, pero sobre todo a él- habla de esa idolatría, de esa gratitud. Y los sociólogos dirán si habla también de los gustos y necesidades de los argentinos.

En cualquier caso, es cierto: Maradona es gloria, es reinvención. Por momentos, es milagro. Pero también es, hoy, un señor que se ha enamorado de sus enojos y rabietas, que ha hecho un culto de la arbitrariedad, que necesita enemigos (¿a quién nos hace acordar?), que no acepta la más mínima crítica. Y además es un señor que claramente no hace bien su trabajo de técnico. La selección perdió el año pasado, bajo su conducción, seis partidos, algo absolutamente inusual en su historia; perdió 6 a 1 con Bolivia; entró en el Mundial de apuro y por la ventana, y se volvió de Sudáfrica con un lacerante 4 a 0.

Ante el Maradona único por sus conquistas no queda más que rendirse: sentarse, gozar y aplaudir. Ante el Maradona de estos días surge la contrariedad: parece empeñado en hacernos olvidar de aquél. No es que sea un ídolo de barro. Es que él insiste en embarrar al ídolo.

© LA NACION

No hay comentarios:

Publicar un comentario