lunes, 10 de marzo de 2014

Sin consignas/Editorial El Nacional lunes 10mar14

Foto de archivo
Sobrada razón tiene Vargas Llosa al señalar que “Maduro no es un hombre de ideas, como advierte de inmediato quien lo oye hablar”. En verdad, quien accidentalmente detenta la Presidencia no es un político fecundo en ideas sino (como también apunta el Nobel  hispano peruano) una persona cuyos discursos “los embrollan los lugares comunes”.



Su palabra favorita parece ser ¡fascista!, calificativo que reparte irreflexivamente entre sus adversarios, sin saber a ciencia cierta qué significa. Al hacerlo, termina siendo él quien se identifica con la palabrita y, desde luego, con el pasar del tiempo empieza a caminar, a vestirse, a discursear y comportándose como tal.

La anémica argumentación de Maduro (y de su entorno rojo rojito y verde oliva que lo sostiene en el poder) evidencia el desierto de ideas que atraviesa el gobierno desde la muerte de su jefe máximo, que si bien no era el Faro de Alejandría, sí abundaba en demagogia y le sobraban recursos teatrales. Sus herederos nada tienen qué decir y nada por qué luchar, a no ser su obstinada creencia de que el poder les pertenece en exclusiva y para siempre.

Ya sus consignas, las pocas que tienen porque hasta en eso hay escasez, son música para sordos. Viéndolo bien, no llegan a consignas sino a aullidos de combate al estilo de las tribus caribes que despreciativamente gritaban al lanzarse al ataque “¡solo nosotros somos gente!”.  Todo esto revela una primitiva y superlativa arrogancia que explica de alguna manera la consigna de los guerrilleros cubanos en la Sierra Maestra: “¡Patria o muerte, venceremos!”, que por razones de todos conocidas terminó siendo “patria y socialismo, y de vaina viviremos”.

La verdad pura y dura es que la cuarta república dejó paulatinamente sin banderas al chavismo que se anunciaba en el horizonte histórico. La reforma agraria y la nacionalización del hierro y del petróleo, las exigencias fundamentales de su plataforma política, fueron satisfechas por quienes hoy los líderes chavistas acusan de agentes de la CIA y lacayos del imperialismo yanqui.

Con la infausta ascensión del comandante supremo, galáctico, eterno o cómo quieran llamarlo sus seguidores, y la puesta en marcha por decreto de una revolución regresiva y excluyente, el partido de gobierno y sus seguidores dieron por sentado que ya la población no tenía razones para levantar la  voz. Suponían que la caridad clientelar practicada a través de las misiones financiadas con lo que consideraban inagotables ingresos petroleros era suficiente para saciar las ansias de superación ciudadana.

Una superación negada a priori, pues apólogos del proceso, como el experto en arruinar países Jorge Giordani y el joven alpinista burocrático Héctor Rodríguez, se encar-garon de dejar claro, públicamente, que la única manera de que el parapeto chavista subsista es manteniendo a los pobres en su pobreza y despojando a los ricos de sus riquezas.

Pero destrozado el aparato productivo y con una economía en desintegración, los sectores populares, los estudiantes, la clase media y los trabajadores se cansaron y enarbolaron nuevas consignas y nuevas banderas que demostraron al mundo que la tiranía mediática no podía encubrir las carencias, errores, omisiones y despropósitos de un grupo de improvisados que no tiene la menor idea de lo que significa administrar la cosa pública.

Para colmo, Maduro terminó convirtiendo a Venezuela en un país paradigmático en materia de inseguridad, de escasez y desabastecimiento y, lo peor, de violación de los derechos humanos.

Sin consignas y sin banderas, la camarilla roja recrudece la censura y la represión; lanza sus paramilitares a la calle y lo único que le queda es gritar ¡fascistas!

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