lunes, 10 de octubre de 2011

Sobre cadenas y muertes


Por: Fernando Rodríguez/TalCualDigital
Cuando Chávez anun- cia una cadena lo hace con una fruición de naturaleza sádica, como si le diera un latigazo a la mitad de la población, y nos quedamos cortos porque los numeritos del rating indican que un buen número de chavistas también maldice cuando le cortan su novela o al tarado de don Francisco. Suponemos que es el reality show más odiado de este mundo. Pero lo más lamentable es que cuando se produce el anuncio, el público presente ruge y aplaude como el del circo romano.


Especialmente gozosa ha debido ser la sensación presidencial cuando decidió atentar contra los sentimientos de congoja de un nutrido grupo de venezolanos que seguía el entierro de Carlos Andrés Pérez, muchos más de lo que cabría esperar porque el gocho tuvo sus bajas pero también sus altas, muy altas, y como se sabe la historia suele, a la chita callando, alterar las proporciones casi siempre en favor del difunto. De manera que esa irrupción para decir cuatro pendejadas en esa serie de los Falsos Consejos de Ministros es de una muy mala educación y una falta de respeto con los dolientes. Además, como es sabido, no es bueno meterse con los muertos porque la sabiduría popular dice que es pavoso.

Por curioso que parezca, la muerte se ha puesto de moda entre nosotros. Seguramente tiene que ver con la enfermedad del Presidente, los ritos multireligiosos y la politización del fenómeno. E igualmente tiene lo suyo la osamenta del Libertador, sacada de su tumba para comprobar lo que nos enseñaron en la escuela, que ese era el cadáver del Padre de la Patria y que el tatarabuelo de Uribe no lo había envenenado. O el entierro en cámara lenta de Pérez. La mejor muestra de ello es que el slogan gubernamental de moda es el muy enigmático de vivir viviendo, fórmula digna de los más oscuros filósofos, ya que no se ve otra manera de vivir que viviendo.

Producto de esta extraña y súbita estelaridad del más decisivo y común de los rasgos humanos, la mar que es el morir, ha suscitado, como es natural ante ese eterno insondable, una gran confusión metafísica. Un ejemplo, al señor Farruco le pregunta un periodista por qué inventar un nuevo panteón para Bolívar si ya existía uno que era ya suficiente para los honorables venezolanos que en el estado en que se encuentran no necesitan grandes comodidades. Este responde que el panteón existente es muy frágil materialmente y podría desplomarse con un terremoto de alta intensidad cayendo sobre el Libertador, a quien tenemos que preservar. Por lo que entendemos sería algo así como evitar una segunda muerte del prócer, la muerte de sus restos mortales o, para decirlo a la moda, morir muriendo. Nosotros recomendaríamos mucha prudencia con tema tan espinoso y trágico porque la neurosis nacional no está como para andar jugando con fuego.

Por último tememos que, avanzada la campaña electoral, tengamos algo parecido a una sempiterna cadena que nos muestre al Presidente en casi todas sus actividades como tal, para convencernos de que el hombre está mandando y que nada impide que lo siga haciendo por una cuantas décadas más. Todos viviríamos imaginariamente en el propio Palacio de Miraflores y hasta puede que desayunemos en uno de sus lujosos salones.

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